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14 jul 2011

Carta a un amigo invisible

                                                                                           Lima, 14 de julio de 2011

    Hola, amigo. Te escribo después de largo tiempo. Sé que en estos meses te habrás preguntado si te olvidé. La respuesta es: NO. Seamos sinceros, tampoco tuve noticias tuyas y no por eso creo que me olvidaste. ¿Me olvidaste?
    Lima sigue linda, aunque ya no me deslumbra. Será que estoy algo nostálgica y pienso mucho en mi Buenos Aires querido, o será que algunos sueños se desvanecen y es más sencillo echarle la culpa de mis fracasos a una ciudad que a mí misma. No sé.
    Por lo pronto, te cuento que debe hacer veinte días que no asoma el sol. Hay días que la humedad parece penetrar en lo más profundo de los huesos. Eso tiene remedio si conseguís la calidez de un fuerte abrazo. Y, hablando del clima, ¿te acordás que me reía porque los limeños le llaman “lluvia” a unas chispitas casi imperceptibles de agua? Bueno, estoy pensando en retirar mi risa y creer que en verdad llueve, porque el techo de mi habitación, que es el piso de la azotea, tiene una auténtica mancha de humedad y se descascaró la pintura que sólo tiene seis meses, debido –aparentemente– a que el agua se empoza.
    Ya hace casi un mes que estoy esperando que alguien venga a evaluar qué tipo de arreglo hay que hacer para darle solución al asunto. Acá se toman su tiempo para hacer las cosas y también para no hacerlas. Hay que acostumbrarse, pero me cuesta mucho. Será que soy demasiado formal o que doy al respeto por el otro más valor del que en realidad tiene.
    También estoy esperando desde el lunes que el personal de Movistar venga a instalar el cable. Ya llevo tres días esperando. Pero eso no difiere mucho de cómo es allá. Recuerdo que la última vez que pedí internet en Buenos Aires –a la misma empresa–, estuve más de un mes reclamando, hasta que me cansé de reclamar, armé las valijas y me mudé de país.
    La gente es muy buena, muy amable. En realidad, hay de todo, como en todas partes. Tampoco voy a hacerles un monumento a la bondad, no vaya a ser que creas que vivo en un paraíso. ¿Sabés una cosa? Por si no te enteraste, el paraíso terrenal ya no existe. Eso fue antes, en otra época, hace unos cuantos años, antes de que vos y yo naciéramos. Eso sí que habría estado lindo para conocer. Dicen que era una maravilla, pero después se pudrió todo por culpa de una serpiente y se terminó. Se extinguió, como los dinosaurios.
    Volviendo al tema. La gente buena es buena, lástima que sale a conducir. Si te parás en una esquina a observar, no podés creer que los choferes de taxis y colectivos tengan licencia. Parecen autitos chocadores de un parque de diversiones. Claro, no es precisamente “la sana diversión”.
    Los hombres te piropean como allá –o más–. No sabés la cantidad de anécdotas que tengo. Los colectivos tienen chofer y cobrador. Cuando subís al colectivo, el chofer te larga piropos y cuando te bajás el cobrador te ayuda y aprovecha para besarte la mano. Algunos taxistas, igual. Te dan charla durante el viaje y cuando estás por bajarte estiran el brazo para saludarte con un apretón de manos que, si te descuidás, te la comen de un beso. Así que ya aprendí a no descuidarme.
    Otra cosa… creo que las personas tienen poderes especiales. Porque aunque no diga una sola palabra, se acercan y afirman que soy argentina. Llegué a pensar que tal vez emanaba aromas del Riachuelo. Pero no. Ya estoy tranquila. Sé que mi aroma es bastante agradable y la gente muy perceptiva.
    Hace dos años y medio que estoy viviendo acá y el acento porteño no se va. Tampoco intento que se vaya. Trato de esmerarme haciendo alguna diferencia cuando doy clases. Pero es comiquísimo, porque yo busco hablar en peruano y los chicos quieren hablar en argentino. Eso sí, el vocabulario cotidiano, tenés que reformarlo todo. Por ejemplo, el sacapuntas es tajador, la goma es borrador, el pupitre es carpeta, la lapicera es lapicero, la carpeta es folder, la ventanilla es luna, los bizcochuelos son kekes, el suéter es chompa, las calzas son pantaletas, los calzoncillos son calzones. Bueno, no podés quejarte; con esta lección si algún día venís, vas a ser Gardel.
    La gente simple es de lo mejor. En realidad, en todas partes pasa lo mismo. La simpleza de la gente reconforta cuando uno también es simple. Te abren el corazón y se brindan por completo. A veces hasta da vergüenza recibir tanto afecto.
    Además de los zalameros, están los oportunistas que siempre buscan el “levante”, los que te chamuyan de lo que sea, con cada verso que a veces hasta dan ganas de aplaudirlos. Los ingenuos, los dadivosos, los solidarios, los tacaños, los pedigüeños, los mentirosos, los aprovechadores y, por supuesto, los pequeños, medianos y grandes hipócritas, infaltables en toda sociedad “civilizada”. Es notable cómo afloran la hipocresía y la envidia en algunos círculos. Así que lo mejor es apartarte antes de que te dañen.
    Están aquellos que un día te acompañan y al otro no sabés qué bicho les picó que dejan de acompañarte. Los que reflexionan comparando el amor con la más hermosa orquídea del camino y te incitan a recogerla. Te digo algo: nunca lo hagas, porque en cuanto te agachaste, te dan un puntapié en el trasero que te deja con el corazón inválido.
    Pero, por suerte, amigo, poniendo en una balanza, estoy segura de que la mayoría de los peruanos con los que me relaciono, tiene un corazón de oro.
    En otra misiva –porque prometo volver a escribirte, aunque no me contestes– voy a hablarte específicamente de las mujeres.
    En líneas muy generales ya tenés una idea del medio donde estoy. Ahora te voy dejando, porque se hicieron las cinco y media de la mañana y a las seis suena el despertador. ¿Viste que sigo igual?
    Te envío el más fuerte de los abrazos y todo mi cariño.
    Tu amiga pishpilla.

Por: Zulema Aimar Caballero
zulebm@hotmail.com