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22 nov 2012

El mismo idioma... con otro acento

               Probablemente, esta señora rondaba los sesenta años y llevaba más de cuarenta viviendo en Argentina. Para conversar con ella, realmente uno debía prepararse en cuerpo y alma: afilar los oídos y armarse de santa paciencia.
                ¡Cuarenta años fuera de su tierra, Italia, y no solamente conservaba intacto su acento italiano, sino que a veces había que traducir frases enteras al castellano a fin de entender qué quería contar!
                Escuché a muchas personas decir: “Esta tana lleva toda la vida aquí y todavía no aprendió a hablar”. Esta y otras sentencias por el estilo son comunes al referirse a extranjeros en las mismas condiciones que la señora en cuestión, sobre todo si se trata de italianos o españoles.
                Muchas veces sonreí ante alguna broma que alguien les hacía. Y, si bien no me expresaba de la misma manera, interiormente en ocasiones les daba la razón.
                Y sí; la tana estaba viviendo en mi país, comiendo de mi país, educando a sus hijos en mi país… lo mínimo que podía hacer era “aprender a hablar”. Un pensamiento por demás egoísta, ya que también trabajaba de sol a sol, pagaba sus impuestos –tal vez con mayor regularidad que cualquier nativo–, posiblemente en alguna oportunidad había sido víctima de un robo e incluso timada por la viveza de algún argentino.
                Con el tiempo, uno madura, o al menos va acercándose a ese estado de perfección que es la madurez, en el que se desarrollan virtudes como la paciencia, la prudencia, la generosidad, la tolerancia, la caridad. Y uno aprende a ver las cosas con otras lentes, a observar con más atención, a ponerse en el lugar del otro, a escuchar diferentes campanas, a imaginar qué circunstancias de la vida llevaron a una persona a abandonar todo lo que amaba. En fin, uno aprende a respetar, valorar y aceptar.
                Con el tiempo, la vida me enseñó que, tal vez, lo que aquella mujer italiana padecía no era incapacidad de aprender a expresarse con otro lenguaje, sino la incapacidad de perder totalmente su identidad. Quizás, en el complejo proceso de aculturación, su nombre y su acento eran las únicas cosas de las que no estaba dispuesta a despojarse.
                Pero eso lo enseña la vida y depende de cada persona. A nadie se le puede exigir que conserve su acento como tampoco que lo cambie. En mi caso, parece que no lo perderé y sé que no sería auténtica si me programara para hablar de una manera diferente a la propia solo para ser aceptada o para sentirme incluida. Sería vivir en medio de una ficción, tanto para mí como para los que me rodeen.
Para los sentimientos más bajos y los más sublimes, pasando por la amplia gama que hay entre ellos, el acento no tiene importancia alguna.
Familiarmente, a un amigo le diría: “Aunque mi tono y algunas expresiones sean diferentes a las tuyas, ¿no sentís que soy sincera cuando te digo que te quiero, cuando te saludo, cuando discutimos o me hacés reír?”
Y sí. Corro el riesgo de ser excluida. Más allá de las bromas que puedan hacerme; más allá incluso de las burlas. A un amigo le diría: “¿También me excluirás, sin importar que para vos soy valiosa?”
Él respondería con una negación rotunda. Y entonces le refutaría: “Uno de mis mayores placeres es escucharte. Otro, poder responderte, contarte cosas. Ahora bien, ¿no te das cuenta de que cada vez hablo menos? Tal vez un día deje de existir el diálogo entre nosotros. Correré también, entonces, el riesgo de quedar muda ante tu monólogo. Y me sentiré muy triste. No por mí, sino por vos. Habrás perdido la oportunidad de conversar con tu amiga, de escuchar todo lo que tengo para decirte, y harás un esfuerzo terrible por no olvidar mi voz”.

Por: Zulema Aimar Caballero