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Todos los textos publicados en este blog son propiedad de Zulema Aimar Caballero. Prohibida su distribución y/o publicación sin la autorización correspondiente.

2 dic 2013

De eminencias y de locos... todos tenemos un poco

Hoy tuve una de esas experiencias que lo dejan a uno pensando por qué los seres humanos somos como somos. Lo que ocurrió fue muy poco, pero bastó para que despertara mi interés en contarlo con la sola intención de hacer lo que suele llamarse “una crítica constructiva”.
 
En un restaurante, me esperaban tres personas: dos caballeros que ya conocía y una dama que aún desconocía. Los caballeros se pusieron de pie, nos saludamos y me presentaron a la tercera persona por su nombre. Sonriente, extendí mi mano y dije: “Encantada de conocerla, señora L…”. La señora, despojada de sonrisas, respondió: “Doctora, soy una doctora”.
 
Si se lo hubiera dicho a un amigo mío, este le habría contestado: “¿Y qué?” Pero yo no quise ser tan desagradable. Respondí: “Oh, qué bien”.
 
Durante los primeros minutos de la reunión, estuve observándola detenidamente, mientras intentaba encontrar el cartel que llevaba su título y que yo, tan distraída, no había visto. Pero el cartel no estaba. Y yo no tenía por qué saber acerca de su tan importante título. Tan importante para ella que representó una ofensa que yo la llamara “señora”.
 
No es extraño que ocurran estas cosas en una sociedad. Parece que un título cambia tanto a una persona que deja de ser persona para ser solamente lo que el título le indica. Son adicciones. Se vuelven adictas y dependientes de los encabezados, de la etiqueta  y, por qué no, de la estupidez.
 
Y eso que hay ejemplos para seguir. El papa Francisco constituye un compendio de títulos: Eminencia, Excelencia, Santidad, Sumo Pontífice, Jefe Máximo de la Iglesia Católica –nada más y nada menos–, entre otros. Sin embargo, fuera del protocolo mundial, él pide que lo llamen padre Jorge. Ni siquiera Reverendo Padre. Simplemente, padre Jorge. Y si el padre Jorge se pusiera en el mismo plan que la dama del comienzo de esta historia, habría que acudir a la cita con bastante anticipación para que pudiéramos llamarlo con los títulos y el tratamiento para los papas:  “Encantada de conocerlo, Su santidad el papa Francisco, obispo de Roma, vicario de Cristo, sucesor del príncipe de los Apóstoles, sumo pontífice de la Iglesia Universal, primado de Italia, arzobispo y metropolitano de la provincia romana, soberano del Estado de la Ciudad del Vaticano, siervo de los siervos de Dios".
 
Y ahora dejo al papa para seguir conmigo. Mi título vale. Me costó mucho esfuerzo. No es un título apócrifo comprado en el centro de Lima. Es un título otorgado por una de las mejores universidades jesuitas del mundo. Y, además de los contenidos académicos que libé de esa universidad, pude formarme interiorizando el lema “Ciencia a la mente y virtud al corazón”. Y eso me enorgullece.
 
Mi título vale, pero cuando se trata de tratamientos, prefiero el tratamiento de “señora” y, antes que eso, el de “persona”. Tengo un nombre que me identifica y ser –más que aparentar o tener– es lo que me define como persona.
 
En mi haber, otros títulos se suman, que fueron otorgados por la universidad de la vida. Demasiados doctorados que no cabrían en una tarjeta de presentación. Solamente mis hijas me han condecorado con los grados de doctora en Medicina, en Filosofía, en Teología, en Psicología, en Relaciones Humanas, en Educación, en Abogacía, incluso en Economía, porque cuando las deudas aumentan y ahogan, cocinar una paella con un solo grano de arroz es algo que ni el propio Adam Smith habría podido lograr.
 
No comparto la estúpida vanidad de algunos y aplaudo la maravillosa humildad de muchas personas que conozco, que aprecio y quiero porque tienen claro que “son” y “que son lo que son” gracias a su esencia. ¿No es eso lo importante? ¿No es ese reconocerse como persona una verdadera virtud?
 
Al final de los días, los diplomas logrados permanecerán colgados en una pared y se irá con nosotros lo que realmente fuimos.
 
Por: Zulema Aimar Caballero
 

El espejo delator


Se paró frente al espejo. La primera impresión fue desagradable. Apenas pudo reconocer su rostro, borroneado en aquella superficie empañada. Tomó la punta de la toalla con la que había envuelto su cabello y la pasó cuidadosamente por el cristal delator, descubriendo la imagen que este reflejaba.
La impresión fue peor. Porque lo que aparecía en aquella superficie, ahora brillante y sin borrones, no era solamente ella, sino la premonición al desnudo del resto de su vida. El espejo le ofrecía la realidad más cruel. Los surcos que el tiempo había trazado sobre su frente y alrededor de sus ojos no le molestaban. “Así debe ser”, pensaba.
Lo que la atormentó en la revelación de su rostro fue comprender que ahora, más que nunca, la esperanza estaba perdida. Ahora que por fin el amor había salido de su cautiverio, el tiempo le gritaba que él ya no la reconocería.

Por: Zulema Aimar Caballero
zulebm@hotmail.com

3 nov 2013

Rima 51


Secuestraré tus ojos atrevidos…
cultivaré su brillo y su luz anidará en los míos
para ver lo que ves y mirar lo que miras.
Secuestraré tus dulces labios…
me refugiaré en ellos y dejaré que me embriaguen
con la miel de tu cariño y el sabor de tu pasión.
Secuestraré tus oídos tolerantes…
y los educaré en la percepción del eco constante
de los susurros más tiernos, de mis palabras de amor.
Secuestraré tu impecable sonrisa…
y dejaré que me contagies tu alegría,
esa que me hace feliz cada día.
Y, adueñada de tu cuerpo, te confiaré mi alma
y gozaré de la paz que prodiga tu pecho,
al son de los latidos de tu corazón satisfecho.
Y, apoyada en tu hombro, por milagro quedaré callada
ante el tentador sonido de una brisa suave,
el canto de la lluvia que tanto añoro o la dulce melodía de nuestro piano.

Por: Zulema Aimar Caballero
zulebm@hotmail.com


 

22 sept 2013

Rima 49

No importa si en este día
no me traés una flor.
Lo sabés, me gustaría…
¡a qué mujer no!
Una de aquellas, silvestres
que algún ave cultivó
o que una brisa atrevida
una noche fecundó.
O aquella que quedó sola
porque nadie la miró,
y pálida de tristeza
espera morir bajo el sol.
Una de abundante perfume
y de atractivo color,
que se destaque, soberbia,
con todo su esplendor.

No importa si en este día
no me traés flor alguna.
Si venís cuando oscurezca
serás pétalos de luna.
Si bajo su luz me besás
tus labios me perfuman.
Y es perfume que no acaba,
es aroma que perdura.
Si venís cuando oscurezca
no necesito flor alguna.
No importa si en este día
no me regalás una flor
porque mi mejor primavera
es recibirte a vos.

Por: Zulema Aimar Caballero
zulebm@hotmail.com


24 ago 2013

Carta a un Amigo Visible


Querido Amigo:

Respondo a tu pregunta de anoche. Esa que me hiciste cuando no podía conciliar el sueño. En este último tiempo sucedieron demasiadas cosas. Entre ellas, me alejé bastante del arte de la escritura como entretenimiento. Y no es que las musas se hayan tomado vacaciones. No puedo endilgarles esa culpa. Más bien me rehúso a escribir.

Empecé a convencerme de que escribir no tiene sentido. Es como si ya no me enamorara hacerlo. Comprendí que a nadie enamora. Y, si escribiendo no se enamora a nadie –ni a uno mismo– ¿vale la pena? Y no me refiero al puro romanticismo, sino también al amor por las letras, las palabras y el mensaje que ellas pueden dejar a alguien en un momento especial.

Así que opté por el camino más egoísta y bastante ruin: abusar de las musas para que me ayuden a soñar. Para que la inspiración solamente nutra mis sueños, para repetirlos, repasarlos momento tras momento sin que nada los detenga, para no compartir esas historias con nadie, para que sean sólo mías. Ya sé. Te estarás preguntando qué ocurrió con tu generosa hija y amiga. La respuesta es que creo que ya no existe.

El destino teje a su antojo y muchas veces termina enredándonos en una telaraña de la que es imposible salir. Y lo que queremos, lo que esperamos, lo que nos gustaría, lo que realmente necesitamos queda cada vez más apartado de nuestra vida.

Y hoy caigo en la cuenta de que tampoco quiero hablar. Parece que es imposible conjugar lo que puede salir de mi cerebro con lo que brota del corazón. Los pensamientos y los sentimientos solamente se unen en la garganta, pero de allí no sale nada. Se hace un nudo apretado y asfixiante, extremadamente difícil de desatar.

Pero Vos sabés que esto es algo nuevo. Porque siempre hablé. Hablé con el corazón y hablé con la verdad. Parece que es lo único que hacía sin temor. Ahora sé que todas las veces quedé en ridículo. ¿Sabés qué triste es desnudar los sentimientos y darte cuenta de que te quedaste ahí parada, sola, en evidencia? Es más doloroso que desvestir el cuerpo ante alguien que ni siquiera lo advierte.

Y hoy me convenzo de que debí callar. ¡Parece que nada es mejor que callar! “Callar a tiempo es prudencia”, les enseñé siempre a mis hijas. Pero yo no lo practiqué. Es más: hoy pienso que, sin intención de hacerlo, pude haber lastimado a las personas que más quiero. No con ofensas, no con palabras desagradables; al contrario, con expresiones buenas y sinceras, pero que quizás también a esas personas les ocasionó un nudo en su garganta. Vos sabés que pido perdón por eso. Perdón que no sé si conseguiré.

Y hay algo más: siempre sostuve que el día que dejara de suspirar sería porque estaría muerta. Y creo que estoy dejando de suspirar. Siento que a ese destino que tanto teje tengo que darle luz verde para convertirme en un témpano de hielo que resista cualquier indicio de calidez que pretenda derretirlo.

Conocés todo sobre mí. Nunca fui buena para ocultar. Sabés que, pese a todo, me esforcé por seguir enamorada. ¡Enamorada de la vida! Pero la vida es mujer ¡y qué mina tan difícil! Lamento si te decepciono, pero estoy dándome por vencida. Si no me da bolilla, será que tengo que dejarla pasar.

Los que llevo a cuestas son mucho más que un montón de años. Sumamente agradecida por ese montón más los tres meses y siete días que me permitís cumplir hoy. Porque mis derrotas y mis tristezas seguramente no superan las de millones y millones de otras personas. Y mis momentos de alegría y la felicidad que esos momentos me regalan, seguramente sí lo superan. Así que estoy sumamente agradecida. Entonces, ¿por qué estoy tan cansada? ¿Por qué veo que ya no tiene sentido perseverar? ¿Por qué quiero rendirme y a la vez me cuesta tanto hacerlo?

Mujeres de mi edad –y otras mucho más jóvenes– se preocupan por la cirugía estética. Yo tengo las arrugas bien puestas, sé por qué están donde están; así que no me afecta que vivan conmigo. Lo que quiero es una cirugía para mi alma.

Querido Amigo: sé que a estas alturas debés estar agarrándote la cabeza o la barba. Si no tenés respuestas para darme, sabré entenderlo. Si algo se te ocurre, extendeme otra vez tu mano, abrazame con fuerza y no me sueltes. Sé que tu camino es el único camino. No permitas que, simplemente, lo vea. No permitas que al pisarlo me desvíe fácilmente. Rodeame de esos instrumentos tuyos que me ayudan a no perder la fe. En ellos sabré verte y amándolos a ellos seguiré amándote a Vos. Y permitime a mí también ser un instrumento tuyo para bien de los demás. No me dejes sola.

PD: La próxima vez que me asaltes con tantos interrogantes, procurá que sea en otro horario; porque anoche no me permitiste dormir.

Por: Zulema Aimar Caballero
zulebm@hotmail.com

23 may 2013

Mi pato de peluche

Tengo un pato que está loco
y duerme siempre conmigo,
se acurruca en mi pecho…
¿por qué no duerme contigo?

Tengo un pato que es mimoso
y yo le doy mi cariño,
me escucha cuando le hablo,
me sigue cuando camino.

Si está contento canta
con los mejores sonidos,
canta con mucha alegría
moviéndose con brío.

Incesantemente me busca
si a la noche hace frío,
lo rodeo con mis brazos
y lo templo con cariño.

Tengo un pato que me quiere
-yo le escuché decirlo-
lo veo en sus ojos dulces
y húmedos como el río.

Con su mirada me cuida
y también me da abrigo,
con sus alas me acaricia
y me murmura al oído.

Me lleva a pasear de noche,
sujeta mi mano y salimos
volando entre las nubes,
sobre montañas y ríos.

Y muy cerca de la luna,
allí donde no hay ruido,
me arrulla hasta que duermo
como un bebé recién nacido.

Yo sé de su cansancio
y él sabe del mío,
por eso quiere que duerma
varias horas de corrido.

Tengo un pato que da consejos,
más que un pato es un amigo…
nunca, nunca se equivoca
y siempre lo necesito.

Con habilidad inventa
los sueños que yo le pido
y ahuyenta las pesadillas…
¿por qué no duerme contigo?

Tengo un pato fuera de serie
¿por qué no duerme contigo?
porque sabe que lo quiero
¡y solo quiere dormir conmigo!

Por: Zulema Aimar Caballero
zulebm@hotmail.com

8 may 2013

Romance

Tronco de buena madera,
corteza que se hace mustia
con cada soplo de angustia
al partir la primavera.
Madera dócil y suave
que azota el sol del verano,
y es cada horqueta una mano
que firme abriga dos aves.
Que allí se nutren y crecen
afinan sus voces y cantan;
ríen, lloran, juegan, saltan
y de sol a sol aprenden.
Que llegaron una tarde,
huérfanas de amor y vientre,
buscando un árbol perenne
al que osaron llamar madre.
Y con abuso usurparon
lo que les daba mi pecho:
la savia que por derecho
exigieron y libaron.
Para el espíritu esencia,
vigor para todo el cuerpo
en otoño y en invierno
y en frías horas de ausencia.
Horas de pena y temores,
de Biblia abierta y cerrada,
de alegrías enterradas,
de rosarios y oraciones.
Horas de risa y canciones,
de tierna melancolía,
de vida realmente viva
y de eternas emociones.
Y entre ramas se transforman:
hoy son aves, mañana hojas
que el viento las tiñe rojas
y son flores que se asoman.
Y perfuman toda mi alma
con sonrisas en derroche
y al aparecer la noche
se silencian en la calma.
Y es por ellas que soy árbol
de raíces muy inquietas;
soy rama y tronco con grietas
mas sigo en pie año tras año.
Y dejo que me bendigan
lluvias, vientos y tormentas
y si la bendición es violenta
me apuntala una mano amiga.
Y soy luz, brazos y nido
dispuestos a dar calor,
a no abdicar al amor
y a no caer en olvido.
Y soy cuerpo con defectos
y soy alma con pecados
y soy la fe que ha triunfado
combatiendo fuertes vientos.
Y puedo ser sombra y piedra,
león como mariposa,
apasionada y generosa,
clavel, cactus o hiedra.
Y soy frondosa cobija
de dos frutos bien paridos
puros, del Cielo nacidos,
frutos del Cielo, mis hijas.
Y en la aridez más profunda
-y aún a mi edad madura-
mi fertilidad perdura
al saber que soy fecunda.

Por: Zulema Aimar Caballero
zulebm@hotmail.com

16 feb 2013

Rima 67

Mirarte es, sin duda, un placer divino;
los ángeles más puros me lo han concedido.
Placebo al que acudo, alimento asombroso;
elixir de los dioses que embriaga mis ojos,
cuando se extravían en el laberinto misterioso
de tan admirable corazón frondoso,
en los rincones de tu esencia impecable,
en las turbulencias de tu figura adorable.
Sos luz, voz, estallido, estampida,
y de esa encrucijada, dichosamente perdida,
no quiero ser rescatada ni encontrar la salida;
deseo que me atrapes y protejas mi vida.
A veces sospecho que sos de otros mundos,
navegante casual de mis mares profundos.
Anclaste en mi pecho tus labios ardientes,
sembrando pasión y aficiones fervientes.
No zarpes ahora, no te alejes de mi lado,
no esta noche que tanto te he amado.

Contemplarte es, sin duda, un placer divino;
las musas del aire me lo han concedido.
Hacia mí te trajeron en cometas envuelto
una tarde de mayo de río revuelto.
Ahora susurran que grite tu nombre
tu nombre de niño, tu nombre de hombre.
Y mi garganta sangra ante demente pedido,
pues gritar tu nombre parece prohibido.
Temo que un numen se enfade conmigo
y quiera ocultarte en un hueco de olvido.
Por eso mañana, cuando el sol asome,
los duendes descansen y el cielo se dore,
y sin importar sucumbir vanidosa
al ver que la brisa se torna celosa,
que las aves conjuran, tal vez, envidiosas
y conspiran fulgurantes las mariposas,
saldré, felizmente, a contarle al viento
el amor que te guardo, el amor que yo siento.

Por: Zulema Aimar Caballero
zulebm@hotmail.com

2 feb 2013

Cielo

Más cerca de Dios,
más lejos de los hombres
y más cerca de Dios.
Con la mente por fin clara,
con el alma por fin limpia,
con el cuerpo por fin sano, y al fin cenizas.
Entrando a una atmósfera desconocida,
poseyendo los astros del cielo infinito,
sintiéndome, entre ángeles, bienvenida.
La espera se esfuma en la espera,
el abismo se pierde en el abismo,
todo es sustancia y nada es materia.
Pierdo mi humanidad,
temores, defectos, pecados,
dolores, fracasos, soledad.
Se congela por completo
la risa que enmascara el sufrimiento
y se acaba la tortura, el martirio, el tormento.
Más cerca de Dios,
más lejos de la Tierra
y más cerca de Dios.
Se han dormido los duendes de mis cuentos de hadas,
la figura azul del príncipe,
¡amor de mis amores! Amor sin esperanza.
Se silencia el mar y la luna se apaga,
se han dormido mis ojos y mis palabras…
en el umbral del Cielo es Dios el que habla.

Por: Zulema Aimar Caballero
zulebm@hotmail.com

23 ene 2013

Sin palabras


Perdoname, estoy llorando
y en cada lágrima estás vos,
y porque no puedo hablarte
es que le pregunto a Dios:
¿Por qué todas las cosas
son un día y otro no?
¿Por qué ayer tuve algo
que ya no tengo hoy?
¿Por qué sonreímos de a una
y no sonreímos de a dos?
¿Por qué no tengo palabras
para hacerle comprender
que no la dejo de lado,
que no la dejé de querer?
¿Por qué se acaba el silencio
y empieza el llanto a crecer?
Yo sé, Señor, es seguro
que hay algo que no está bien.
No sé si es tristeza,
no sé si es soledad;
aunque tal vez no sea cierto
siento que todo se me va.
Y me trago las palabras,
y me lleno de dolor,
¿por qué no puedo gritarle
que por ella siento amor?
Sería tan lindo decirle:
“Si vos no estás nada soy”
mas no me atrevo, se reiría
y tendría razón,
tal vez no me escucharía,
no le llegaría mi voz.
Señor, Vos sabés que yo la quiero
entonces, ¿por qué no me ayudás?
Cuando más quiero ofrecerle
es cuando le fallo más;
me equivoco, pido disculpas
y me vuelvo a equivocar.
Y me da tanta bronca
que creo que tuve maldad,
que se me nubla la vista
y me muero por llorar.
Pero, Señor, no me des vueltas
con esa historia de la edad.
Igual que yo es una niña
y nos parecemos de verdad;
queremos compañía
y sufrimos soledad.
Se pone celosa, canta,
ríe y se enoja a la par;
igual que yo es una niña
a quien no puedo ayudar.
¡Ay, Señor, estoy desahogada,
hoy sí dormiré en paz!
Siento que está a mi lado
y que no me dejará;
porque yo la necesito
como necesito tu pan;
porque necesito que me hable
para no sentirme mal.
Pero, Señor, ayudame,
pues no sé improvisar;
¿Cómo haré para decirle
lo que siento a mi mamá?


Por: Zulema Aimar Caballero
zulebm@hotmail.com

6 ene 2013

Regalo de Reyes

  ("Los Reyes Magos", de Ariel Ramírez y Félix Luna, por Mercedes Sosa)

    Antes de que Papá Noel se apoderara de las chimeneas e invadiera las salas de todos los hogares del mundo (de aquellos hogares en los que la disponibilidad económica permite a los padres dejarlo entrar), por tradición y creencias religiosas en muchos lugares del mundo quien llegaba para dejar sus regalos a los niños era el mismo Niño Dios. Él renacía cada 25 de diciembre en el corazón de todos y, además de su amor infinito, dejaba otros obsequios al pie del pesebre o del árbol navideño.
    Pero la alegría de los niños por abrir sus regalos no termina el día de Navidad, porque el 5 de enero por la noche, montados en sus camellos y saltando por las estrellas, comienzan su viaje los tres Reyes Magos –Melchor, Gaspar y Baltasar– para dejar sus presentes en los zapatos de los chicos “que se portaron bien durante el año”.
    Claro que hay regalos y regalos. Hay de los pequeños y de los más grandes. Y esta historia que voy a relatar es lo que vivió Ciro, un hombre que conocí hace tiempo y que me contó cómo llegó a su fin, cuando tenía seis años, su ilusión de los Reyes Magos.
    Ciro había pedido al Niño Dios una bicicleta. Pero el día de Navidad, cuando corrió hasta el arbolito, convencido de que Jesús, en su infinita bondad lo había escuchado, encontró un yoyó y un auto de carrera.
    Igualmente los regalos le gustaron y disfrutó jugando con ellos, pero al acercarse el 6 de enero decidió reiterar el pedido a los Reyes de Oriente, a quienes escribió una carta que decía más o menos así:
               
    “Queridos Reyes Magos:
                                                          Mamá y papá dicen que muy mal no me porté este año. Yo sé que los hice enojar varias veces, pero ellos dicen que soy un niño bueno. Ya le pedí al Niño Dios que me trajera una bicicleta, pero parece que no pudo. Como Él nació en un pesebre, tal vez no me la trajo porque es pobre. Pero ustedes nacieron en un palacio y seguro que son millonarios, así que les pido que me la traigan. Yo sé que ustedes pueden, porque el año pasado se la llevaron a mi amigo Pedro. Los quiero mucho. Ciro”.
 
    Ciro dejó su carta en una rama del arbolito. Cada día al levantarse y cada noche antes de acostarse controlaba que las líneas escritas con entusiastas errores de ortografía y letras gigantescas estuvieran allí, esperando ser leídas por los Reyes Magos.
    Y al llegar aquel 5 de enero, la familia se reunió para cenar. La mamá de Ciro cocinó pato a la naranja, sus abuelos llevaron turrones y helados y su tío Alberto se encargó de la bebida. Compartieron la comida deliciosa y, a medianoche, brindaron recordando cómo aquellos tres reyes buenos, guiados por una estrella, llegaron hasta el pesebre para adorar al Hijo de Dios.
    Luego salieron al jardín y juntaron pasto para que los camellos encontraran alimento al entrar a la casa. Ese es uno de los momentos más hermosos de la noche de Reyes. En los jardines y a la luz de linternas, se ven sombras en movimiento y se oyen voces de niños y adultos que se mezclan con el verde aroma de la ilusión.
    En mi caso, ese fue siempre el instante de observar junto a mis hijas el firmamento, tratando de adivinar qué estrellas estarían pisando los camellos para llegar a la Tierra. Un momento –tal vez uno de los pocos en el año– en que nos deteníamos a recapacitar viendo nuestra pequeñez frente al resto de la Creación.
    Pero este relato no se trata de mi historia sino de la de Ciro. Junto al árbol de Navidad, colocó un balde con el pasto recogido, y su mamá acercó otro con agua para los sedientos camellos. Respetando la tradición de “poner los zapatos”, Ciro acomodó los suyos para que los Reyes supieran dónde depositar el regalo.
    Contento, nervioso y ansioso, el niño se acostó en su cama. Sus padres rezaron con él y le dieron un hermoso beso de buenas noches.
    “¿Vendrán los Reyes?”, preguntó Ciro.
    “Yo creo que sí”, respondió su mamá. “Debes cerrar tus ojitos y dormir profundamente para que ellos entren a la casa”.
    “¿Y cómo entran?”, quiso saber el niño.
    “Ah, no sé. Nunca los vimos… pero son magos. Ellos saben cómo hacerlo”.
   
    La noche estaba muy calurosa. Una noche de verano, final de un día de clima sofocante en la provincia de Buenos Aires. Ciro quedó tendido en la cama con su liviano pijama de algodón, cubriéndose solamente con una ligera sábana.
    “Hasta mañana”, dijeron sus padres –Haydée y Víctor.
   “Hasta mañana”, respondió Ciro, y cerró sus ojos a fin de encontrar el sueño profundo.
    Como nada, ya eran las dos de la mañana del 6 de enero. El cuarto de Ciro estaba en el segundo piso de una casa de construcción moderna, y tenía un amplio ventanal por el que se salía al balcón que daba al frente.
    Luego de despedir a los abuelos y al tío Alberto, los padres del niño se acostaron y, en silencio, esperaron que Ciro se durmiera para cumplir con el rol de Reyes Magos.
    “Yo vigilo cerca de la ventana por si se despierta, mientras tanto vos subí a la terracita para bajar la bicicleta”, dijo Haydée.
    Cada uno asumió en ese instante su responsabilidad: Melchor, Gaspar… faltaba Baltasar quien, a juzgar por lo que sucedió esa noche, debió estar allí para colaborar. Claro, reyes hay tres, pero padres sólo dos.
    Sobre el techo de la habitación de Ciro había una pequeña terraza, cuya construcción no había sido terminada, razón por la cual no existía escalera alguna para acceder a ella. Pero Víctor, en su afán de mantener viva la ilusión del día de Reyes, trepó por la reja del ventanal para buscar la bicicleta que había ocultado por la tarde, sabiendo que allí Ciro no podría encontrarla.
    “Tengo todo fríamente calculado”, le había dicho a Haydée. “Cuando yo suelte la cuerda, lo único que tenés que hacer es guiar la bici para que no choque contra la pared o el vidrio de la ventana”.
    Así las cosas, Haydée se quedó en el balcón, en silencio y haciendo de campana. Pero tanto cuchicheo preliminar, sacó a Ciro de su profundo sueño y, en medio de la somnolencia, pensó: “¡Los Reyes! ¡Están los Reyes!” Y en una mezcla de ansiedad, miedo a lo desconocido y temor porque si lo veían despierto siguieran de largo, tironeó de la sábana y se tapó hasta la cabeza, quedando totalmente calladito, inmóvil y con los ojos fuertemente cerrados.
   
    Mientras tanto, fuera de la habitación, sus padres continuaban llevando a cabo su plan estratégico. Víctor llegó a la terraza, tomó el rodado, ató una soga al caño del asiento y empezó a bajarlo lentamente, con tanta mala suerte que el nudo se desató y la bicicleta se estrelló con un golpe seco contra el piso del balcón.
    Haydée quedó atónita observando, negándose a creer lo que veían sus ojos, mientras, además, Víctor gritaba: “¡Nooooooooo!”
    En ese segundo, Ciro, con su cabeza totalmente cubierta por la sábana y fuertemente aferrado a ella, pensó: “Los Reyes me trajeron la bici” y, simultáneamente con ese pensamiento tan optimista, otro grito de Víctor –esta vez “Aaaaaayyyyyyyyyyyyy”– se escuchó en todo el vecindario, mientras se desplomaba desde la terraza hasta caer sobre el preciado regalo.
    Haydée corrió a ayudarlo, olvidándose por completo de su tarea de campana y de las tradiciones navideñas que los habían llevado hasta ahí. Aunque Víctor trataba de callar, el dolor en sus huesos era insoportable, y tras el grito de la caída siguió una serie interminable e irrepetible de insultos dirigidos a Melchor, Gaspar, Baltasar, sus respectivas madres, los tres camellos, sus ridículas jorobas y la estrella que los había guiado hasta el pesebre hacía casi dos mil años.
    Por entonces, Ciro aún no entendía lo que estaba ocurriendo, pero al oír claramente las voces de sus padres, asomó la cabeza sobre la sábana y presenció un espectáculo desolador: Víctor intentaba caminar arrastrando una pierna, colgado del hombro de Haydée y pidiéndole que lo llevara a la guardia nocturna de la clínica.
    Sin decir palabra, Haydée tomó al niño y salieron en busca de un médico.
   
    Regresaron cerca de las siete de la mañana. Haydée con un terrible agotamiento físico, Víctor con una pierna y el antebrazo derecho enyesados, Ciro con una bicicleta nueva pero totalmente torcida y con el traumático descubrimiento de que los Reyes Magos no usaban corona, no hacían magia, no llegaban en camello y además eran considerablemente torpes.

Por: Zulema Aimar Caballero