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12 ago 2015

¡Oh, la tarea del editor!

Aunque pueda parecer que algunas cosas “se caigan de maduro”, como saber que cuando uno escribe un artículo o cualquier otro trabajo de redacción deben citarse las fuentes de aquello que ya ha sido escrito y publicado por otros, pienso que la opinión pública debería a veces ser un poco más piadosa.

En recientes artículos publicados en un importante diario peruano, el cardenal Cipriani ha omitido dar crédito a los autores de algunos conceptos de los que se ha valido en su columna.

Respeto al cardenal Cipriani como persona, lo respeto como autoridad eclesiástica, lo respeto como hermano —me conozca él o no, le guste a él o no, somos hermanos en Cristo—. Esto no quiere decir que a mí me agrade, esté de acuerdo y comparta todo lo que dice o hace. Y, seguramente, estaríamos a mano si él me escuchara o viera lo que hago yo.

Sin embargo, no me cabe acusarlo, señalarlo con mi dedo índice y publicar la cantidad de sandeces que han corrido a raíz de “tan imperdonable error”.

Cuando uno se ha nutrido toda la vida de grandes maestros y de sus obras —en este caso de prelados supremos de la Iglesia—, y cuando, además, cita sus palabras en cada homilía, puede “olvidar” mencionar su propiedad intelectual. Esto no quiere decir que “se esté pasando de vivo”, como decimos en buen criollo. Esto no quiere decir que haya habido dolo de parte del cardenal. Sobre todo, cuando lleva a cabo una misión pastoral que requiere hacer hincapié en las enseñanzas de esos grandes pensadores. Por otro lado, seamos sinceros, el cardenal Cipriani es lo suficientemente inteligente y no necesita adueñarse del intelecto de otros con el fin de “vendernos” nada.

Y aquí viene la parte que me gusta enfatizar: que cada uno se calce el sombrero que le corresponde. Porque recién cuando estallaron las redes sociales fue que el diario vio lo que había sucedido. Recién en ese momento. Porque la excusa de que el medio no se hace responsable por las opiniones de los columnistas, es un estupendo pretexto para que los editores pasen por alto la tarea de leer el material que se les envía. Para los medios es altamente beneficioso mantener sus espacios ocupados —más aún si están firmados por personalidades de peso en la sociedad—.

Pero un editor serio y responsable no solamente debe leer lo que recibe, sino también saber identificar esas líneas que puedan resultar “peligrosas”. Es evidente que este diario no lo hizo. Si antes de publicar los artículos en cuestión el editor los leyó y no pudo reconocer en ninguna de las líneas a los papas implícitos y comunicarse con el autor para aclarar su duda, o consultarle: “Cardenal, ¿habrá que mencionar el nombre de otro autor?”, posiblemente sea porque poca lectura le ha dedicado al patrimonio documentario de la Iglesia, o por un descuido humano, tan humano como el descuido de Cipriani. Claro que tal vez no habría sucedido lo mismo si se hubiera tratado de alguna de las sombras de Grey. Quizás en este caso sí el editor habría reconocido la similitud de las ideas.

Ojalá, de aquí en adelante, el cardenal Cipriani sea más cuidadoso. Que nos siga deleitando con sus columnas, recordando hacer referencia a los autores que cita. Para muchos, leer su columna en un diario es el disparador para remitirse a las fuentes y aprender. Puede indicar las referencias de la manera que más le plazca… colocar las comillas es tarea del editor. Y ojalá los medios hagan el trabajo que deben hacer. Las redes sociales son letrinas, focos infecciosos latentes… según lo que se arroje y cómo se arroje será el grado de enfermedad que se provoque. Ojalá los medios sean más cuidadosos. Así nos evitarán a los lectores el bombardeo de groserías de la impiadosa opinión pública, que termina siendo nocivo para todos.

¡Oh, la tarea del editor! ¡Tan importante y olvidada!
 
Por Zulema Aimar Caballero

Decasílabo para Altaír

Lleva el viento prendido en su cuerpo
pisando firme el colchón de arena;
mira al frente con gestos afables
y me atrae su figura serena.

Siente en su lomo el calor humano
del jinete que toma las riendas;
es jinete, es amigo, es hermano
y es custodio de sus crines negras.

Bajo un cielo de algodones grises,
con andar elegante y ligero,
alza el cuello sintiéndose libre
y se apodera del picadero.

Y aquí viene iniciando el galope,
cortando el aire con su cabeza;
sin suplicarle permiso al viento
su andar alborota polvareda.

Porque confía en quien bien la lleva,
al talón del jinete obedece;
le susurra, la anima, la frena,
y la yegua feliz retrocede.

Y su paso hacia atrás, sosegado,
trae a mí remembranzas de un tango;
pies y manos sobre tierra seca
o marcando su huella en el fango.

Orienta sus orejas al cielo,
yergue el pecho, percibe, contempla;
y el entrañable sol le regala
un haz de luz que se filtra entre ellas.

Al soltarle las riendas camina
hacia mí, silenciosa y sumisa;
y ante el brillo de enormes luceros
le concedo una tierna caricia.

Me conmueve la paz que suscitan,
fundidos en un solo corazón,
los latidos de José, el jinete,
y la marcha de la jaca marrón.

A la voz que le indica el camino
dócilmente bornea su cuerpo,
y meneando las hebras traseras
sale al trote por verde sendero.

Oigo el eco de cascos golpeando…
sinfonía campestre que aviva
los acordes de los eucaliptos
que la esperan sobre la colina.

Entre aves y aroma de alfalfa
ella es luz, es color, es la brisa;
y es la paz de benditas mañanas
en que el tiempo transcurre sin prisa.

Por Zulema Aimar Caballero
zulebm@hotmail.com