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21 nov 2015

Viva la humanidad

Parece que no solo se puso de moda sino que está socialmente aceptado ser despreciable. Nos comportamos peor que animales salvajes y nos aplaudimos. Realmente, hemos llegado al sumun de la imbecilidad.
Cada vez en más regiones se está adoptando la costumbre de castigar a latigazos a los delincuentes; método reconocido como lícito y que suele practicarse en medio de las risas y burlas de espectadores. Nos erigimos en jueces y actuamos como orgullosos verdugos disfrazando de licitud un acto inmoral. Y tratamos de convencernos de que eso está bien. Y está bien… Mañana me molestará que el conductor que está delante de mí no maneje como a mí me gustaría, entonces pondré primera y le pasaré el auto por encima. Me molestarán los niños que piden limosna en la calle, los tomaré de la mano y les prenderé fuego. Me molestará una infidelidad y le cortaré el cuello, o lo que se me ocurra, a quien fue infiel.
¿En qué clase de animales nos hemos convertido? Ni en la más espesa selva, las especies viven de esta manera. ¡Dios nos libre de nuestra raza humana! Cada vez más somos el producto de la involución social. Ni la crudeza de la Ley del talión se compara con esta modalidad de castigo que se puso de moda gracias a la creatividad morbosa de algunos y al cerebro de ameba de otros.
«En verdad les digo que, cuando lo hicieron con alguno de estos más pequeños, que son mis hermanos, lo hicieron conmigo», leemos en Mateo 25,40. Sumido en una tristeza palpable, hace unos días el papa Francisco hizo referencia a la tortura: «Es un pecado en contra de la humanidad y un delito de lesa humanidad». Dijo que «torturar a una persona es pecado mortal, es pecado grave. Pero es mucho más: es un pecado contra la humanidad».
Somos seres increíbles. Fundamos centros de protección para los animales, creamos leyes en defensa de las mascotas, nos horrorizamos si nos enteramos del maltrato a los individuos con cuatro patas; en nombre de la defensa de los derechos del animal, no podemos permitirnos darle ni siquiera una muerte digna a un perro rabioso, pero aplaudimos el maltrato entre seres humanos.
Sí, somos seres curiosos: nos espantamos cuando nos cuentan que en tal o cual lugar del mundo entrenan a los niños, desde edad muy temprana, en el uso de armas para que vivan como guerrilleros el resto de su vida; nos golpeamos el pecho y rasgamos las vestiduras cuando es noticia la muerte de una mujer apedreada en Indonesia. ¡Pero qué hipócritas somos! ¿Qué es lo que condenamos desde nuestra absurda moralina, si en realidad no nos importa nada?
La semana pasada nos pintamos los rostros con la bandera francesa. Todos fuimos Francia por un día; a todos nos corrió La Marsellesa por las venas. Nos conmovimos, condenamos la salvajada, el terror, el delito… ¿Y por casa, cómo andamos? Al final, ¿qué es lo que nos diferencia de esos animales? ¿Las armas, la “religión”, el grado de locura?
Somos la escoria del mundo. La raza más privilegiada, la única especie provista de alma… ¿¿de alma?? La única especie capaz de raciocinio, la única pensante… ¿¿pensante?? No nos engañemos. Ni pensamos ni sentimos ni toleramos ni amamos. Sí, definitivamente, somos la escoria del mundo.
Hemos llegado tan bajo en nuestra escala de valores, en nuestros principios, que el mismo energúmeno que hoy azota a latigazos a quien le robó una gallina es el que ayer abusó de una niña y mañana abusará de otra. Y nadie lo azotará. Y está bien que así sea… gallinas y niñas no tienen punto de comparación.
«Estos gringos creen que en el Perú vivimos como indígenas. No tienen idea… creen que todavía estamos con arcos y flechas». ¡Cómo nos indigna eso! Y, sin embargo, ¿con qué lo refutamos? No podemos culpar a los gringos por estar bien informados.
Me han robado en Lima más de 20 veces. Han intentado robarme —sin conseguirlo— otras tantas. Me han golpeado para robarme, me empujaron, me arrojaron al suelo, me insultaron. Cuando pude, me defendí con la poca fuerza de mis puños y de mis pies. Sí, actué violentamente tratando de defenderme. Sin embargo, ni siquiera por temor comencé a salir armada. Y nunca se me ocurrió pensar en mi ladrón siendo torturado a latigazos para pagar por lo que me había hecho. Me siento satisfecha al preferir sentarme a llorar mi humana impotencia antes que convertirme en un monstruo lleno de odio. Mi condición humana es más humana. Mi condición humana es más humana —más racional— que la de estos especímenes, fenómenos, “animaloides” que representan la vergüenza, la bajeza, la idiotez, la denigración y la indignidad de nuestra humanidad.

Por Zulema Aimar Caballero
zulebm@hotmail.com

14 nov 2015

Lesa humanidad

Bajo azotes de un odio que no se explica
se apagan los faros de la Ciudad de las Luces.
y como si fuera el caos de su Guernica
se desgarra en el pánico, se quiebra, sucumbe.

Estira sus brazos la mole de hierro,
contemplando a los hijos de la ciudad antigua;
sin poder abrazarlos ni quitarles el miedo,
solo llora a sus vástagos la gran parisina.

En las calles en llamas Dios se conmueve
ante una muestra patente de miseria humana;
sentencia a Luzbel encarnado en los crueles:
«No existe Dios que perdone conciencia malsana».

Pánico ardiente, impotencia, desconsuelo,
angustia, desesperanza, profundo dolor,
desnudez de ánimas que dejan su cuerpo,
nuevos mártires que irán a purgar solo horror.

Se ha inundado el cielo de pólvora fría,
Se han muerto los nidos de Les Champs Élysées
¿por qué es tan difícil la paz y la vida?
cualquier odio envenena, la guerra también.

Y en la triste escena del último acto
en la ciudad en vela, entre llanto y oración,
junto a Dios, de rodillas, sin voz y sin canto,
deja caer sus lágrimas el amado Gorrión.

Por Zulema Aimar Caballero
zulebm@hotmail.com