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10 mar 2016

Artífices del cambio

Como diría un muy buen amigo: «Dos palabras: “in creíble”».
Sí. Es increíble la cantidad de originalidades lingüísticas que puede escucharse en los medios de comunicación. Esta vez, le toca a la radio. Paso a relatar la historia:
Con el propósito de que la vida familiar sea lo más democrática posible, y a fin de evitar que un trayecto en auto se convierta en la deprimente imagen de una madre conduciendo y dos hijas al borde del autismo —con los auriculares conectados en sus orejas y totalmente descolgadas de la realidad circundante—, sufro las consecuencias de abrir mi mente a estaciones de radio que emiten música “de moda”, aún cuando sé que solamente un milagro podría brindar algo agradable a mis oídos.
Esto no se debe a mi gusto musical súper exclusivo. Simplemente, se trata de “músicas y letras” que, aunque entienda, no comprendo. Es decir, puedo percibirlas, pero nunca apropiarme de esa percepción.
Ese día en particular, se encendió la radio y, entre tema y tema, la locutora recibía mensajes respondiendo a su consigna: «¿A quién plageas tú?» (Lo escribo con negritas porque deseo resaltarlo, y en cursiva porque, obviamente, es una palabra inexistente en lengua castellana).
Sí, tal como lo oyen o tal como lo leen. Esta señorita, locutora de una FM muy popular y con un nombre “global” —a buen entendedor, pocas palabras—, taladró mi mente durante los 30 minutos que duró el periplo, haciendo la misma pregunta, y leyendo los mensajes de los oyentes, todos comenzando con la frase «Yo plageo a...».
Más allá de la tortura padecida, me preguntaba cómo era posible que algún oyente no le dijera que estaba conjugando el verbo de manera errónea, y cómo era posible que nadie en la emisora se lo hiciera notar. Pronto supe que el verbo estaba mal concebido desde su raíz, cuando la escuché preguntar a la audiencia: «¿Y a quién podemos plagear ahora?». Esto, con una nitidez espectacular, como si cambiar la i por la e le diera al verbo un estilo refinado o fuera signo de un uso culto de la lengua.
Finalmente, mis andanzas llegaron a su fin, apagué el motor del auto y la radio dejó de hablar. Pero comenzó a hablar mi imaginación... en mi programa radial, les proponía a los oyentes una serie de consignas: «¿Y qué limpeas tú? ¿Y qué anunceas tú? ¿Y a quién contageas tú?».
La lista puede hacerse interminable: acariceo, comerceo, congeneo, desprestigeo, elogeo, auspiceo, cambeo, asfixeo, apreceo, codiceo...
Este artículo comienza aludiendo a deficiencias del lenguaje, pero el ánimo es extender la crítica más allá.
Quien tiene la posibilidad de educar ejerciendo la docencia, es bendecido. La educación es una bendición, tanto para quien la recibe como para quien la imparte.
Quien tiene en sus manos transmitir a través de los medios masivos es bendecido con una herramienta eficaz, ya sea para construir o para destruir, dependiendo de cómo se utilice.
Hace unos años se discutía la función educadora de los medios de comunicación. Hoy en día, esta función es innegable: los medios de comunicación social deben educar, informar y entretener. Y no se educa si se informa mal; no se educa si se entretiene empleando la chabacanería. No se educa si se maleduca.
Sería importante que los medios, en lugar de competir por un punto de rating a costa de cualquier cosa, empezaran a “cooperar” para reconstruir patrones desfigurados, para recomponer —como un mecano— los valores culturales y los valores humanos que se vienen desarmando. Para cuidar el buen lenguaje además de la lengua, la riqueza de conocimientos adquiridos e impartidos, el respeto por uno mismo y por los otros.
Tomémonos tiempo para reflexionar, para leer, para aprender, y tomemos los medios de comunicación si somos capaces de algo más “rentable” para toda la sociedad.
Aunque el panorama —así pintado— suene desolador, soy optimista, estoy segura de que las cosas pueden hacerse bien. Está en cada uno de nosotros exigirnos y exigir y convertirnos, así, en artífices del cambio.