En
su comunicado del 30 de agosto de 2020, el Sr. Arzobispo de Lima, Carlos
Gustavo Castillo Mattasoglio, recomienda que sean los sacerdotes jóvenes
quienes administren la Sagrada Comunión a los enfermos.
Gracias
a Dios, son muchos los “viejitos” que reciben el don de una vida de más de 90
años e incluso llegan a la muerte física sin sufrir dolor. Y, por desgracia, son
muchos los jóvenes que sufren de asma o alguna otra enfermedad respiratoria,
enfermedades del corazón, complicaciones por obesidad. Es decir que puede haber
personas más vulnerables que otras, independientemente de la edad.
El
comunicado “aconseja” que si no hubiera párrocos se designe a otra persona
joven. ¿Cómo se oye esto? ¡Como si se estuviera subastando el Cuerpo de Cristo!
Con total sinceridad y profundo dolor, dicho párrafo suena bastante
irreverente.
Cuando
despojaron a Jesús de sus vestiduras (Mt 27, 33-36), lo convirtieron en
“nadie”, insultándolo, despreciándolo, marginándolo. Desnudo, el Hijo del
Hombre perdió el esplendor de Dios. Profanaron su cuerpo, como lo han hecho en
muchas ocasiones a lo largo de la historia y hoy en día aquellos que saquean
templos y otros lugares sagrados, aquellos que persiguen a los cristianos en
todas partes del mundo. Me pregunto… ¿qué esplendor de Dios le queda al Cuerpo
de Cristo después de que se lo ofrece “prêt-à -porter”?
Soy
de la idea de que recibir la comunión en la mano no le quita dignidad al acto.
Y comulgar en la mano no es sinónimo de irreverencia si se recibe en la iglesia,
de manos del sacerdote o el ministro debidamente autorizado. Más irreverente
sería comulgar en la boca y no tener conciencia de lo que se está haciendo, o
retirarse masticando como si se tratara de un chicle. Sobre la distribución de
la Eucaristía, la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los
Sacramentos es muy clara en sus artículos 91 y 92. A pesar de estos claros
lineamientos, en muchas diócesis suelen generarse controversias con respecto a
la administración de la comunión en la mano de los fieles.
Sin
embargo, según se lee en el comunicado del Arzobispado, se da rienda suelta a
un pasamanos con la hostia consagrada —sacerdote joven, sacerdote mayor,
párroco, familiar del enfermo— ¡en la puerta de la casa! ¡Por favor!
Y
si cuando el familiar llega con la comunión, el enfermo se durmió, se desmayó o
por cualquier otro motivo no puede abrir la boca, ¿qué hace el “transportista”?
¿La guarda en la refrigeradora? ¡La Forma Sagrada NO es un símbolo! ¡Es
Cristo vivo con nosotros! (Es importante remitirse a los artículos 897, 898,
911, 921, 922, 923 del Código de Derecho Canónico sobre la Santísima
Eucaristía, y a los artículos 1001 y 1003 sobre la unción de los enfermos).
Se
lee en el citado comunicado: «En la actual situación de emergencia sanitaria el
sacerdote mayor de edad debe evitar administrar la sagrada comunión para no
ponerse en riesgo de cualquier contagio». ¿No es contradictorio con las
enseñanzas de Cristo? ¿A dónde quedan siglos de homilías diciéndonos a los
fieles que Jesús es el ejemplo a seguir, el Camino, la Verdad y la Vida? Los
sacerdotes —independientemente de su edad— deben ir a visitar enfermos, a
administrar los sacramentos y a llevar consuelo con los cuidados necesarios y,
desde luego, con plena libertad. No se les puede obligar, si es que no se
consideran capaces, pero tampoco le debe caer una prohibición a aquel que
quiera —libremente— ejercer su tarea de pastor de almas.
No
escucha el Arzobispo de Lima al Papa Francisco, cuando dice que quiere que sus
sacerdotes no sean intermediarios o gestores, sino mediadores, que pongan en
juego la propia piel y el corazón, que sean pastores con olor a oveja?: «De
aquí proviene precisamente la insatisfacción de algunos, que terminan tristes,
sacerdotes tristes, y convertidos en una especie de coleccionistas de
antigüedades o bien de novedades, en vez de ser pastores con olor a oveja»
(Santa Misa Crismal, 28 de marzo de 2013).
Sobre
las competencias de los obispos, el Código de Derecho Canónico instruye, entre
otros, en sus numerales 378, 383, 386, 387. Sin embargo, da la impresión de que
se ha decidido hacer de los sacerdotes seres encerrados en ellos mismos. Las
recomendaciones que emanan del comunicado arzobispal son incoherentes e
inconsistentes con la doctrina cristiana y la realidad del mundo actual, una
realidad que exige valores morales y pide a gritos que se atienda al alimento
espiritual que necesitamos los fieles —en el caso de los católicos, la
presencia de Cristo por medio de todos los sacramentos.
La
gran mayoría de los católicos llevamos seis meses sin poder recibir la
Eucaristía y la Reconciliación. Los enfermos no pueden recibir los santos
óleos. ¿Acaso estos son solo para enfermedades no contagiosas? Los sacerdotes
han sido llamados a una vida de entrega y de sacrificio, con un compromiso de
fe para dar salud y llenar de vida al alma de los fieles —compromiso tanto o
más importante que el juramento hipocrático—. ¿Cómo se entiende que reciban órdenes
que les coarten la libertad de ejercer su vocación de servicio y los pongan a
vivir dándole la espalda al Evangelio?
Los
sacerdotes de nuestras parroquias han hecho un voto de obediencia. Pero el voto
de obediencia que debe primar no es hacia el presidente de una nación, ni hacia
la autoridad episcopal. El primer voto de obediencia debe ser a Cristo. Por
nuestro bien, por el de nuestros mayores y el de nuestros hijos, Dios quiera
que estemos en este mundo conviviendo con sacerdotes objetores de conciencia.
No
queremos obispos y párrocos de escritorio. El trabajo de oficina puede hacerlo
cualquier fiel voluntarioso de la comunidad. Queremos sacerdotes que luchen por
el Pueblo de Dios. Que se acerquen a los sanos y consuelen a los enfermos. Que
les lleven la alegría del Cuerpo de Nuestro Señor y la paz que merecen en el
momento más difícil para ellos y para sus familiares. Que reclamen la apertura
de las iglesias para los fieles que necesitamos arrodillarnos ante el Sagrario.
«¡Hagan
lío!», nos dice el Papa. «Hagan lío … Un lío que nos dé un corazón libre, un
lío que nos dé solidaridad, un lío que nos dé esperanza, un lío que nazca de
haber conocido a Jesús y de saber que Dios, a quien conocí, es mi fortaleza»
(Discurso del Santo Padre, Costanera de Asunción, Paraguay, 12 de julio de
2015). Estas palabras aplaudimos y citamos muchas veces. Entonces, ¿por qué no
hacemos lío? Necesitamos sacerdotes que hagan lío para ser escuchados. No
estarán solos. Miles de fieles estaremos allí, a su lado. Hagan lío para que se
abran las iglesias o para que nos permitan asistir a misa en parques, con los
cuidados necesarios.
¿Habrá
contagio? Probablemente; pero serán casos ínfimos comparados con los que hay
diariamente en los supermercados o en los medios de transporte. Pero así
nuestro cuerpo estuviera enfermo, nuestra alma gozaría de la salud que da la
paz sacramental.
Queremos
sacerdotes sin miedo, convencidos de que Dios está con ellos y la Virgen María
los protege en cada paso del camino. El miedo es un sentimiento muy humano, y
ha sido inculcado en demasía en estos últimos meses. Pero si lo fomentan los
pastores, ¿qué les deparará a sus ovejas?
Zulema Aimar Caballero
Zulebm@hotmail.com