Bienvenidos

Todos los textos publicados en este blog son propiedad de Zulema Aimar Caballero. Prohibida su distribución y/o publicación sin la autorización correspondiente.

2 dic 2013

De eminencias y de locos... todos tenemos un poco

Hoy tuve una de esas experiencias que lo dejan a uno pensando por qué los seres humanos somos como somos. Lo que ocurrió fue muy poco, pero bastó para que despertara mi interés en contarlo con la sola intención de hacer lo que suele llamarse “una crítica constructiva”.
 
En un restaurante, me esperaban tres personas: dos caballeros que ya conocía y una dama que aún desconocía. Los caballeros se pusieron de pie, nos saludamos y me presentaron a la tercera persona por su nombre. Sonriente, extendí mi mano y dije: “Encantada de conocerla, señora L…”. La señora, despojada de sonrisas, respondió: “Doctora, soy una doctora”.
 
Si se lo hubiera dicho a un amigo mío, este le habría contestado: “¿Y qué?” Pero yo no quise ser tan desagradable. Respondí: “Oh, qué bien”.
 
Durante los primeros minutos de la reunión, estuve observándola detenidamente, mientras intentaba encontrar el cartel que llevaba su título y que yo, tan distraída, no había visto. Pero el cartel no estaba. Y yo no tenía por qué saber acerca de su tan importante título. Tan importante para ella que representó una ofensa que yo la llamara “señora”.
 
No es extraño que ocurran estas cosas en una sociedad. Parece que un título cambia tanto a una persona que deja de ser persona para ser solamente lo que el título le indica. Son adicciones. Se vuelven adictas y dependientes de los encabezados, de la etiqueta  y, por qué no, de la estupidez.
 
Y eso que hay ejemplos para seguir. El papa Francisco constituye un compendio de títulos: Eminencia, Excelencia, Santidad, Sumo Pontífice, Jefe Máximo de la Iglesia Católica –nada más y nada menos–, entre otros. Sin embargo, fuera del protocolo mundial, él pide que lo llamen padre Jorge. Ni siquiera Reverendo Padre. Simplemente, padre Jorge. Y si el padre Jorge se pusiera en el mismo plan que la dama del comienzo de esta historia, habría que acudir a la cita con bastante anticipación para que pudiéramos llamarlo con los títulos y el tratamiento para los papas:  “Encantada de conocerlo, Su santidad el papa Francisco, obispo de Roma, vicario de Cristo, sucesor del príncipe de los Apóstoles, sumo pontífice de la Iglesia Universal, primado de Italia, arzobispo y metropolitano de la provincia romana, soberano del Estado de la Ciudad del Vaticano, siervo de los siervos de Dios".
 
Y ahora dejo al papa para seguir conmigo. Mi título vale. Me costó mucho esfuerzo. No es un título apócrifo comprado en el centro de Lima. Es un título otorgado por una de las mejores universidades jesuitas del mundo. Y, además de los contenidos académicos que libé de esa universidad, pude formarme interiorizando el lema “Ciencia a la mente y virtud al corazón”. Y eso me enorgullece.
 
Mi título vale, pero cuando se trata de tratamientos, prefiero el tratamiento de “señora” y, antes que eso, el de “persona”. Tengo un nombre que me identifica y ser –más que aparentar o tener– es lo que me define como persona.
 
En mi haber, otros títulos se suman, que fueron otorgados por la universidad de la vida. Demasiados doctorados que no cabrían en una tarjeta de presentación. Solamente mis hijas me han condecorado con los grados de doctora en Medicina, en Filosofía, en Teología, en Psicología, en Relaciones Humanas, en Educación, en Abogacía, incluso en Economía, porque cuando las deudas aumentan y ahogan, cocinar una paella con un solo grano de arroz es algo que ni el propio Adam Smith habría podido lograr.
 
No comparto la estúpida vanidad de algunos y aplaudo la maravillosa humildad de muchas personas que conozco, que aprecio y quiero porque tienen claro que “son” y “que son lo que son” gracias a su esencia. ¿No es eso lo importante? ¿No es ese reconocerse como persona una verdadera virtud?
 
Al final de los días, los diplomas logrados permanecerán colgados en una pared y se irá con nosotros lo que realmente fuimos.
 
Por: Zulema Aimar Caballero
 

El espejo delator


Se paró frente al espejo. La primera impresión fue desagradable. Apenas pudo reconocer su rostro, borroneado en aquella superficie empañada. Tomó la punta de la toalla con la que había envuelto su cabello y la pasó cuidadosamente por el cristal delator, descubriendo la imagen que este reflejaba.
La impresión fue peor. Porque lo que aparecía en aquella superficie, ahora brillante y sin borrones, no era solamente ella, sino la premonición al desnudo del resto de su vida. El espejo le ofrecía la realidad más cruel. Los surcos que el tiempo había trazado sobre su frente y alrededor de sus ojos no le molestaban. “Así debe ser”, pensaba.
Lo que la atormentó en la revelación de su rostro fue comprender que ahora, más que nunca, la esperanza estaba perdida. Ahora que por fin el amor había salido de su cautiverio, el tiempo le gritaba que él ya no la reconocería.

Por: Zulema Aimar Caballero
zulebm@hotmail.com