Probablemente, esta señora rondaba los sesenta
años y llevaba más de cuarenta viviendo en Argentina. Para conversar con ella,
realmente uno debía prepararse en cuerpo y alma: afilar los oídos y armarse de
santa paciencia.
¡Cuarenta años fuera de su
tierra, Italia, y no solamente conservaba intacto su acento italiano, sino que
a veces había que traducir frases enteras al castellano a fin de entender qué
quería contar!
Escuché a muchas personas decir:
“Esta tana lleva toda la vida aquí y todavía no aprendió a hablar”. Esta y
otras sentencias por el estilo son comunes al referirse a extranjeros en las
mismas condiciones que la señora en cuestión, sobre todo si se trata de
italianos o españoles.
Muchas veces sonreí ante alguna
broma que alguien les hacía. Y, si bien no me expresaba de la misma manera,
interiormente en ocasiones les daba la razón.
Y sí; la tana estaba viviendo en
mi país, comiendo de mi país, educando a sus hijos en mi país… lo mínimo que
podía hacer era “aprender a hablar”. Un pensamiento por demás egoísta, ya que
también trabajaba de sol a sol, pagaba sus impuestos –tal vez con mayor
regularidad que cualquier nativo–, posiblemente en alguna oportunidad había
sido víctima de un robo e incluso timada por la viveza de algún argentino.
Con el tiempo, uno madura, o al
menos va acercándose a ese estado de perfección que es la madurez, en el que se
desarrollan virtudes como la paciencia, la prudencia, la generosidad, la
tolerancia, la caridad. Y uno aprende a ver las cosas con otras lentes, a
observar con más atención, a ponerse en el lugar del otro, a escuchar
diferentes campanas, a imaginar qué circunstancias de la vida llevaron a una
persona a abandonar todo lo que amaba. En fin, uno aprende a respetar, valorar y
aceptar.
Con el tiempo, la vida me enseñó
que, tal vez, lo que aquella mujer italiana padecía no era incapacidad de
aprender a expresarse con otro lenguaje, sino la incapacidad de perder
totalmente su identidad. Quizás, en el complejo proceso de aculturación, su
nombre y su acento eran las únicas cosas de las que no estaba dispuesta a
despojarse.
Pero eso lo enseña la vida y
depende de cada persona. A nadie se le puede exigir que conserve su acento como
tampoco que lo cambie. En mi caso, parece que no lo perderé y sé que no sería
auténtica si me programara para hablar de una manera diferente a la propia solo
para ser aceptada o para sentirme incluida. Sería vivir en medio de una
ficción, tanto para mí como para los que me rodeen.
Para los sentimientos más bajos y los más
sublimes, pasando por la amplia gama que hay entre ellos, el acento no tiene
importancia alguna.
Familiarmente, a un amigo le diría: “Aunque mi
tono y algunas expresiones sean diferentes a las tuyas, ¿no sentís que soy
sincera cuando te digo que te quiero, cuando te saludo, cuando discutimos o me
hacés reír?”
Y sí. Corro el riesgo de ser excluida. Más allá
de las bromas que puedan hacerme; más allá incluso de las burlas. A un amigo le
diría: “¿También me excluirás, sin importar que para vos soy valiosa?”
Él respondería con una negación rotunda. Y
entonces le refutaría: “Uno de mis mayores placeres es escucharte. Otro, poder
responderte, contarte cosas. Ahora bien, ¿no te das cuenta de que cada vez
hablo menos? Tal vez un día deje de existir el diálogo entre nosotros. Correré también,
entonces, el riesgo de quedar muda ante tu monólogo. Y me sentiré muy triste.
No por mí, sino por vos. Habrás perdido la oportunidad de conversar con tu
amiga, de escuchar todo lo que tengo para decirte, y harás un esfuerzo terrible
por no olvidar mi voz”.