Creo que soy una persona relativamente normal, simple. Me considero –y sé que muchos me consideran– en ciertos aspectos, bastante fuera de lo común.
Cuento, seguramente, con estrellas que me guían, mi ángel de la guarda protector y las plegarias de seres que me aprecian y piden a Dios bendiciones para cada momento de mi vida. Aunque a veces –y eso que de supersticiosa no tengo un pelo– creo que me haría bien probar con una buena pata de conejo o una herradura de la suerte.
Hace exactamente un año, en 2009, mi novio apareció con la brillante idea de presentarme a sus padres el 24 de diciembre, en la cena de Nochebuena. “¿Qué le gustará comer a esta gente, que yo sepa cocinar, que no demande permanecer todo el día enclaustrada en la cocina y que los haga sentir realmente agasajados?”
Decidí preparar un exquisito matambre a la pizza, acompañado con una variedad de ensaladas frescas.
El matambre de res no es un corte corriente en los supermercados limeños pero, si uno es astuto como yo, puede recurrir a otros mercados y conseguir la pieza sin problemas. También puede llevarse la sorpresa de que el carnicero haya vivido en Argentina, conozca perfectamente el corte, como también la diferencia abismal que existe entre la calidad de la carne que vende y la que consumía en mi país natal. “Mire que es carne nacional… mire que no es como la ternerita de su país…”
“¡Ay, estos peruanos acomplejados! ¿Qué puede ser tan duro que no se ablande con unos baños de leche?” (Por favor, no respondan). “No te preocupes, lo llevo igual”.
Y así salí del mercado con dos kilos y medio de matambre, creyendo en mí misma, en mi receta, en mi horno y –por qué no– en las musculosas vacas peruanas.
Con franqueza les digo que a las 7 pm ya estaba sospechando que la leche no funcionaba como debía. Sin embargo, ya era tarde para un drástico cambio de menú y la idea de un delivery de pollo a la brasa para mis futuros suegros, no me entusiasmaba.
Me di un baño, me vestí y –lo más relajada posible– encendí el horno. “¡Oh my God!” Cuando intenté introducir el tenedor en ese cuerpito colorado, las palabras del carnicero volvieron a mis oídos. ¡Era imposible pincharlo, hasta con una aguja para traspasar el cuero de un jabalí!
Pretendiendo autoconvencerme de que el verdadero significado de la Navidad no radica en lo que uno come –o intente comer–, extendí sobre la mesa mi mejor mantel y mi mejor vajilla: las copas para el vino, los vasos –ni uno igual al otro–, platos y cubiertos –los mismos que uso a diario.
El aroma que salía de la cocina invadía el departamento y abría el apetito al extremo. Era como la promesa del maná, la incitación a probar un manjar.
Conocí a los padres de mi novio –personas muy agradables– y pasamos una bonita velada, masticando y masticando. No olvidaré nunca sus rostros ejercitando cada músculo de la cara y esforzándose para no quitarse el bocado de su sistema triturador.
Como para distender el ambiente, comencé a bromear acerca de las cualidades de aquella cena navideña, y así transcurrimos el resto de la noche en total armonía, buen humor y un hambre que saciamos con panetone, ensalada de frutas y helado.
Con la familia de mi novio, todo bien; pero noté que a lo largo de este año no contamos con su presencia en Pascua, ni en mi cumpleaños, ni para las fiestas patrias. Supe que ambos pasaron buena parte de las semanas que siguieron a mi cena concertando citas con el odontólogo. Mi futuro suegro se realizó dos extracciones molares y su señora esposa gastó una considerable suma de dinero en rehacerse parte de la dentadura –más precisamente toda la dentadura superior.
Pero yo, fiel defensora de los vacunos peruanos, no creo que haya sido totalmente mi culpa.
Doce meses después de este suceso, pensé que esta Nochebuena sería un buen gesto invitarlos nuevamente. Ante mi sorpresa, accedieron casi sin meditarlo. Pero esta vez cambié de ganado y preparé una pierna de lechón, tierna y sabrosa, acompañada con lo que debía ser una deliciosa ensalada rusa (papas, zanahorias y arvejas).
Creo que cuando mis invitados se percataron de que la carne de res estaba ausente, respiraron con gran alivio.
Obviamente, no faltaron las alusiones a la cena del año anterior, a las que adherí sin problema. Por suerte poseo la facultad de reírme de mí misma y tomé sus comentarios con gran sentido del humor.
Cuando todo estaba listo, extendí sobre la mesa mi mejor mantel y la misma vajilla del año 2009. Tomé la ensaladera y le di el toque final a mi ensalada rusa, coronándola con unas cucharadas de mayonesa. La llevé a la mesa y me deleité observando a mis comensales cuando, en su primer bocado, quisieron descifrar cuál de las seis mil variedades de papa peruana había seleccionado para mi comida, y percibieron que los famosos tubérculos ¡estaban crudos!
¡Sí! Parece ficción, pero sucedió realmente. ¡Olvidé cocinar las papas, las zanahorias y las arvejas! Mentiría si dijera que quise morirme y también si no aceptara que tuve un ataque de risa ante las inexplicables miradas de mis futuros suegros. Un año después, la historia revivía en mi mesa navideña, y diplomáticamente ya me avisaron que el 31 de diciembre no los espere porque tienen un compromiso con otra gente.
En fin, sé que no tengo una pata de conejo o una herradura de la suerte. También sé que mi vajilla es lo más común que existe y que mis vasos son todos diferentes entre sí. Sé que si ser una buena anfitriona tiene que ver con etiquetas y fachadas para el momento, cogotes almidonados y narices paradas, no lo soy ni lo seré nunca. Pero soy feliz siendo transparente, mostrándome como soy y dando lugar en mi casa, en mi mesa y en mi corazón a aquellas personas que consideran que estar conmigo verdaderamente vale la pena.
Por: Zulema Aimar Caballero