Hoy
tuve una de esas experiencias que lo dejan a uno pensando por qué los seres
humanos somos como somos. Lo que ocurrió fue muy poco, pero bastó para que
despertara mi interés en contarlo con la sola intención de hacer lo que suele
llamarse “una crítica constructiva”.
En
un restaurante, me esperaban tres personas: dos caballeros que ya conocía y una
dama que aún desconocía. Los caballeros se pusieron de pie, nos saludamos y me
presentaron a la tercera persona por su nombre. Sonriente, extendí mi mano y
dije: “Encantada de conocerla, señora L…”. La señora, despojada de sonrisas,
respondió: “Doctora, soy una doctora”.
Si
se lo hubiera dicho a un amigo mío, este le habría contestado: “¿Y qué?” Pero
yo no quise ser tan desagradable. Respondí: “Oh, qué bien”.
Durante
los primeros minutos de la reunión, estuve observándola detenidamente, mientras
intentaba encontrar el cartel que llevaba su título y que yo, tan distraída, no
había visto. Pero el cartel no estaba. Y yo no tenía por qué saber acerca de su
tan importante título. Tan importante para ella que representó una ofensa que
yo la llamara “señora”.
No
es extraño que ocurran estas cosas en una sociedad. Parece que un título cambia
tanto a una persona que deja de ser persona para ser solamente lo que el título
le indica. Son
adicciones. Se vuelven adictas y dependientes de los encabezados, de la
etiqueta y, por qué no, de la estupidez.
Y
eso que hay ejemplos para seguir. El papa Francisco constituye un compendio de
títulos: Eminencia, Excelencia, Santidad, Sumo Pontífice, Jefe Máximo de la
Iglesia Católica –nada más y nada menos–, entre otros. Sin embargo, fuera del
protocolo mundial, él pide que lo llamen padre Jorge. Ni siquiera Reverendo
Padre. Simplemente, padre Jorge. Y si el padre Jorge se pusiera en el mismo
plan que la dama del comienzo de esta historia, habría que acudir a la cita con
bastante anticipación para que pudiéramos llamarlo con los títulos y el
tratamiento para los papas: “Encantada
de conocerlo, Su santidad el
papa Francisco, obispo de Roma, vicario de Cristo, sucesor del príncipe de los
Apóstoles, sumo pontífice de la Iglesia Universal, primado de Italia, arzobispo y metropolitano de la provincia romana, soberano del Estado de la Ciudad del Vaticano, siervo de los siervos de Dios".
Y ahora dejo
al papa para seguir conmigo. Mi título vale. Me costó mucho esfuerzo. No es un
título apócrifo comprado en el centro de Lima. Es un título otorgado por una de
las mejores universidades jesuitas del mundo. Y, además de los contenidos
académicos que libé de esa universidad, pude formarme interiorizando el lema “Ciencia
a la mente y virtud al corazón”. Y eso me enorgullece.
Mi título
vale, pero cuando se trata de tratamientos, prefiero el tratamiento de “señora”
y, antes que eso, el de “persona”. Tengo un nombre que me identifica y ser –más
que aparentar o tener– es lo que me define como persona.
En mi haber,
otros títulos se suman, que fueron otorgados por la universidad de la vida. Demasiados
doctorados que no cabrían en una tarjeta de presentación. Solamente mis hijas
me han condecorado con los grados de doctora en Medicina, en Filosofía, en Teología,
en Psicología, en Relaciones Humanas, en Educación, en Abogacía, incluso en Economía,
porque cuando las deudas aumentan y ahogan, cocinar una paella con un solo
grano de arroz es algo que ni el propio Adam Smith habría podido lograr.
No comparto
la estúpida vanidad de algunos y aplaudo la maravillosa humildad de muchas
personas que conozco, que aprecio y quiero porque tienen claro que “son” y “que
son lo que son” gracias a su esencia. ¿No es eso lo importante? ¿No es ese
reconocerse como persona una verdadera virtud?
Al final de
los días, los diplomas logrados permanecerán colgados en una pared y se irá con
nosotros lo que realmente fuimos.
Por: Zulema Aimar Caballero