Y,
cuando por fin creyó conocer la felicidad, se dispuso a aguzar los sentidos. Sin
embargo, ninguno de ellos delataba su presencia. Lejos se encontraba de su
vista aquel sublime resplandor de las más bellas estrellas que habitaban en su rostro
y a través de las cuales, con frecuencia, se internaba en su corazón. Su oído,
quebrándose en un esfuerzo sobrehumano, solamente reconocía el diáfano sonido
del silencio, que se volvía más perturbador que el más molesto de los
bullicios. Pero la melodiosa resonancia de su risa y el encanto de sus palabras
habían desaparecido por completo. Al parecer, únicamente a través del olfato
podía percibir algo material de ese ser tan especial. Porque el perfume de su
presencia perduraba como su misma esencia. ¡Qué misterioso es el olfato! El
primer sentido que se desarrolla en el ser humano y tal vez el único que
sobrevive al amor. El gusto emprendió su viaje final de la mano de aquel beso hurtado
y escondido, del cual solamente el oscuro firmamento fue testigo. Y el tacto se
esfumó de la misma manera y en el mismo momento en que lo hicieron aquellas caricias tiernas, recibidas con tanta esperanza.
Vista,
oído, olfato, gusto, tacto… ¡cuántos sentidos sin sentido! ¡Cuánto sinsentido en los sentidos!