Hace un tiempo —bastante tiempo— un amigo al que amo profundamente,
hablando de cómo pudo superar la muerte de su ser más querido, me dijo que le
había costado mucho. Y que logró superarla cuando decidió “aceptar”. Él me contó
que había estado resignado —infelizmente resignado—, y que cuando por fin pudo
transformar esa resignación en aceptación sintió alivio; salió, finalmente, del
gran dolor.
Esto es algo que trato de poner en práctica en mi vida —aunque a veces
no sea muy fácil—, y me sirve también para ver lo infelices que pueden ser las
personas cuando no pueden hacerlo. Novias que no aceptan que su media naranja las
engañó con otro. Hombres que no aceptan que la esposa les pidió el divorcio. Padres
que no aceptan que sus hijos no son los genios de la clase. Personas para las
que es imposible aceptar la tragedia de una enfermedad terminal.
Y en esta inexperta pero no por eso desacertada observación, veo cómo
esa falta de aceptación se convierte en celos, en envidia y en mentira.
Personas infelices que por no aceptar sus limitaciones miran con malos ojos la
felicidad de los demás. Juzgan, critican y ponen palos en las ruedas de todo lo
que esté andando a su alrededor, simplemente porque no aceptan que todo lo
demás pueda girar y ellas no. Y gritan a viva voz: “no lo voy a aceptar”. Como
si gritándolo fueran a cambiar las cosas. “Que no me lo digan, no lo voy a
aceptar”. “Que no me den esto, no lo voy a aceptar”. “Que me digan que no a
algo, no lo voy a aceptar”.
Y como todo lo que está a su alrededor intenta sobrevivir, no les queda
otra que dejar vía libre a la envidia. “¿Por qué yo tengo que aceptar no tener esto,
mientras otro lo tiene? Si yo no lo tengo, que otro tampoco lo tenga. Si yo no
lo disfruto, que otro tampoco lo disfrute. Si yo no sé hacerlo, que otro
tampoco lo haga”.
Molestan y perturban el trabajo y la vida de los demás. Cuando hacen
algo, lo hacen esperando aplausos. “No aceptan” no ser reconocidos. No se dan
cuenta de que los seres humanos aplaudimos con sinceridad a quienes no buscan
el aplauso.
Y desean el mal a aquellas personas que siguen girando a su alrededor. Son
grandes tejedoras de daño. Tejen historias y justificaciones basadas en una
mentira tras otra, difaman... su vida trascurre como si vivieran frente a una
ventana nutriendo con la vida de los demás los chismes que se encargan de
divulgar.
Y buscan aliados... y muchas veces los encuentran. Muchas veces, también
estos aliados terminan dándose cuenta de dónde se han metido y a quién le están
haciendo el favor realmente. Cansados, se van, dejando a aquellas personas otra
vez solas, paradas frente a la ventana.
¿Y los demás? Los demás no son tontos... son como el caballo. Cada
palada de tierra termina sirviéndoles para emerger a la superficie... porque no
han obrado mal, simplemente intentaban andar felices un camino en el que vale
la pena tener la humildad y la grandeza de “aceptar”.
Ah... y como bien dijo el papa Francisco hace unos días: «A quien le
quede el sayo, que se lo ponga».
Por Zulema Aimar Caballero
zulebm@hotmail.com