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6 feb 2018

Dos historias unidas

Un campesino tenía un caballo. Un día, el animal cayó a un pozo muy profundo. Su amo hizo mil intentos por sacarlo de allí, mas no pudo. Apenado, pensó que el caballo ya estaba muy viejo y, de todas maneras, pronto moriría. Así que decidió enterrarlo. Buscó unos cuantos peones que comenzaron a arrojar paladas de tierra para tapar al animal. De pronto, vieron algo que los sorprendió y gritaron llamando al amo. Cuando este se acercó, vio que el equino, lejos de hundirse, había aprovechado la montañita de tierra que dejaba cada palada para dar pasos hacia arriba y salir a la superficie. (Cuento anónimo).

Hace un tiempo —bastante tiempo— un amigo al que amo profundamente, hablando de cómo pudo superar la muerte de su ser más querido, me dijo que le había costado mucho. Y que logró superarla cuando decidió “aceptar”. Él me contó que había estado resignado —infelizmente resignado—, y que cuando por fin pudo transformar esa resignación en aceptación sintió alivio; salió, finalmente, del gran dolor.

Esto es algo que trato de poner en práctica en mi vida —aunque a veces no sea muy fácil—, y me sirve también para ver lo infelices que pueden ser las personas cuando no pueden hacerlo. Novias que no aceptan que su media naranja las engañó con otro. Hombres que no aceptan que la esposa les pidió el divorcio. Padres que no aceptan que sus hijos no son los genios de la clase. Personas para las que es imposible aceptar la tragedia de una enfermedad terminal.

Y en esta inexperta pero no por eso desacertada observación, veo cómo esa falta de aceptación se convierte en celos, en envidia y en mentira. Personas infelices que por no aceptar sus limitaciones miran con malos ojos la felicidad de los demás. Juzgan, critican y ponen palos en las ruedas de todo lo que esté andando a su alrededor, simplemente porque no aceptan que todo lo demás pueda girar y ellas no. Y gritan a viva voz: “no lo voy a aceptar”. Como si gritándolo fueran a cambiar las cosas. “Que no me lo digan, no lo voy a aceptar”. “Que no me den esto, no lo voy a aceptar”. “Que me digan que no a algo, no lo voy a aceptar”.

Y como todo lo que está a su alrededor intenta sobrevivir, no les queda otra que dejar vía libre a la envidia. “¿Por qué yo tengo que aceptar no tener esto, mientras otro lo tiene? Si yo no lo tengo, que otro tampoco lo tenga. Si yo no lo disfruto, que otro tampoco lo disfrute. Si yo no sé hacerlo, que otro tampoco lo haga”.

Molestan y perturban el trabajo y la vida de los demás. Cuando hacen algo, lo hacen esperando aplausos. “No aceptan” no ser reconocidos. No se dan cuenta de que los seres humanos aplaudimos con sinceridad a quienes no buscan el aplauso.

Y desean el mal a aquellas personas que siguen girando a su alrededor. Son grandes tejedoras de daño. Tejen historias y justificaciones basadas en una mentira tras otra, difaman... su vida trascurre como si vivieran frente a una ventana nutriendo con la vida de los demás los chismes que se encargan de divulgar.

Y buscan aliados... y muchas veces los encuentran. Muchas veces, también estos aliados terminan dándose cuenta de dónde se han metido y a quién le están haciendo el favor realmente. Cansados, se van, dejando a aquellas personas otra vez solas, paradas frente a la ventana.

¿Y los demás? Los demás no son tontos... son como el caballo. Cada palada de tierra termina sirviéndoles para emerger a la superficie... porque no han obrado mal, simplemente intentaban andar felices un camino en el que vale la pena tener la humildad y la grandeza de “aceptar”.

Ah... y como bien dijo el papa Francisco hace unos días: «A quien le quede el sayo, que se lo ponga».

Por Zulema Aimar Caballero
zulebm@hotmail.com

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