Fue amor a primera vista, amor sin buscarlo, amor verdadero.
Apenas lo vi, supe que se iría conmigo el hombre del madero.
Estaba tan solo, sin visitas, sin familia, sin un amigo.
Recostado sobre un montículo frío, sus ojos suplicaban
abrigo.
Al cruzarse nuestras miradas, sentí piedad por ese hombre
desvalido.
Batiéndose entre otra vida y otra muerte, temiendo ser
agredido.
Pese a su dolorosa apariencia, era el humano perfecto.
Y era, para mi vida imperfecta, el insuperable complemento.
Con gesto dulce y un hilo de su aliento, mi nombre
pronunció.
En medio de la gente distraída, solo yo advertí su voz.
Fijé, entonces, mi vista en su rostro y recorrí con profunda
compasión
cada milímetro de su cuerpo tieso, pero vivo, y escuché su
corazón.
Pálida la tez, lívido su torso delgado, a exhibir cicatrices
condenado.
Sin la mínima vergüenza, tomé su mano y caí de rodillas a su
lado.
El peso del mal humano cargaba sobre sus hombros y encorvaba
su espalda.
Sin embargo, no había quejas, ni reproches, ni rencores…
nada.
Vino a mi mente la imagen de ese hombre deambulando sin parar
hasta ser arrojado y olvidado entre la peste de algún
muladar.
Me sentí tan pequeña y a la vez tan decidida a amar.
Pregunté su precio. “Es basura”, me dijeron. Respondí: “lo
llevo igual”.
Con lágrimas en los ojos, abracé ese cuerpo mancillado,
besé su alma herida, los pies rígidos y su costado.
Desde ese día nos entendimos, vive en mi casa, duerme conmigo.
Para él, las primeras palabras del día y lo último que en la
noche digo.
Cumpliremos veinte años juntos y hoy se ve diferente:
aunque en el madero sigue inmóvil, en mí lo siento moverse.
Todo empezó una fría tarde de aquel boreal febrero,
Cuando me entregué totalmente a mi Señor del Madero.
Señor del Madero:
Dejame secar tus lágrimas y que no sea yo quien te haga
llorar.
Dame de tu corona la espina más aguda; que se clave en mi
alma ante la injusticia de un niño hambriento, del sediento, del desnudo de
ropa y de amor.
Dame la virtud de la caridad. Que imite tus brazos en la Cruz,
dispuesta a extender mi mano a quien lo necesite.
Te quitaré los clavos de los pies cada vez que camine junto
a mi hermano más pobre, y cuando cuide a un enfermo estaré limpiando las llagas
de tu santo cuerpo.
Que pueda siempre ser un instrumento de tu amor. Que vea a
mis semejantes con sincera humildad. Que lleve a otros el mensaje de tu Reino y
que, por la Luz que recibí en mi Bautismo, pueda iluminar a los demás.
Dale, Señor del Madero, a esta pequeña sierva tuya, un
corazón grande y bueno, capaz de amar aun a quien no la ame.
Que recuerde siempre que solamente tuyos son el poder y la
gloria, que no pretenda más que lo que merezco, y que busque en esta tierra
solo aquello que me acerque más a Vos.
Dame, Señor, la protección de tu Madre. Que Ella interceda
por mí y por todos sus hijos para encontrar un día tu abrazo en el Cielo.
Dame, Señor, tu corazón… yo te doy el mío ¡porque en Vos
confío!
Por: Zulema Aimar Caballero
zulebm@hotmail.com
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