Desde la ventana del bar, la observaba día tras día. A las nueve de la noche, ella cerraba las persianas del local que atendía y caminaba dos cuadras oscuras que la llevaban a la pensión en donde vivía.
Cada uno de sus movimientos despertaba mi libido. Aquel día no pude contener ese impulso animal que ni yo mismo sabía que poseía. Esperé que comenzara a caminar por la vereda y salí del bar, tras ella, paso a paso en la oscuridad. Al ver que giraba la llave para ingresar, me apuré y abalancé sobre ella. Forcejeamos un instante, mientras con mi dura mano tapaba su boca para que no gritara.
Con mi brazo aprisionándole el cuello, entramos a su habitación. Hice una mordaza con un pañuelo y até sus brazos a los barrotes de la cama. Como una fiera, arrebaté toda su ropa y me adueñé de su cuerpo, una y otra vez, sin importarme su desesperación y disfrutando cada golpe que le propinaba.
Salí del lugar diciéndole: “No me recordarás por mucho tiempo. Estás muriendo”.
Un desconocido está arrojando los últimos gramos de tierra sobre mi cuerpo y aún siento su voz como aquella noche, hace más de diez años, cuando, con su último aliento, respondió: “Nunca me olvidarás. Acabas de contraer sida”.
Por: Zulema Aimar Caballero
zulebm@hotmail.com
Por: Zulema Aimar Caballero
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