Con lo pequeña que quedó la ciudad de Lima, a
más de uno debe darle dolor de cabeza solamente pensar que no tiene más remedio
que manejar. Y una vez que sale a la aventura, empieza a preguntarse dónde
estacionar. Desde hoy, para mí la pregunta no es dónde sino cómo. Y no me
refiero a maniobras al volante sino a reglas urbanas, que no por ser urbanas
son de urbanidad.
Estaciono. Demoro media hora. Vuelvo. Le pago
los treinta minutos de estacionamiento a la empleada municipal que me permitió
ocupar un lugar. Enciendo el auto y se acerca un sujeto. Me dice que tengo que
pagar. Le respondo que ya pagué. Insiste. Insisto. Con muy malos modales, que
incluyeron alusiones a mi cara pálida y a mi país de origen, vocifera que yo
pagué el estacionamiento, pero que el auto lo cuidó él, y que si estoy en su
país, tengo que pagarle.
Dijo eso justo cuando buscaba unas monedas para
darle, y me hizo sentir tan mal que le dije: “bueno, ahora lo sé; la próxima
vez le pagaré”. Fue como despertar a una bestia y, sin dejar pasar un segundo,
me gritó que la próxima vez no iba a encontrar el auto. Enojada por dentro,
pero sin perder la calma por fuera, lo llamé y le pregunté si me estaba
amenazando. Respondió que no, pero que la próxima vez encontraría la llanta
cortada, porque acá es así para todos, aunque sean gringos.
Entonces deseé nunca haber ido a ese lugar.
Pensando que sería aceptable darle un sol para que dejara de maldecirme, le
entregué dos monedas de cincuenta centavos y, cuando por fin salí de donde
estaba estacionada, se acercó a la ventanilla y me dijo: “Y no sé cómo será en
su país, señito, pero acá no recibimos moneditas”.
Moraleja: No sé... sigo molesta y lo que se me
ocurre puede herir susceptibilidades.
Debo estar perdiendo mis facultades para el
entendimiento. No entiendo qué les pasa a algunas personas.
Por Zulema Aimar Caballero
zulebm@hotmail.com