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21 may 2016

¡Otra vez sopa!, diría Mafalda

Con lo pequeña que quedó la ciudad de Lima, a más de uno debe darle dolor de cabeza solamente pensar que no tiene más remedio que manejar. Y una vez que sale a la aventura, empieza a preguntarse dónde estacionar. Desde hoy, para mí la pregunta no es dónde sino cómo. Y no me refiero a maniobras al volante sino a reglas urbanas, que no por ser urbanas son de urbanidad.

Estaciono. Demoro media hora. Vuelvo. Le pago los treinta minutos de estacionamiento a la empleada municipal que me permitió ocupar un lugar. Enciendo el auto y se acerca un sujeto. Me dice que tengo que pagar. Le respondo que ya pagué. Insiste. Insisto. Con muy malos modales, que incluyeron alusiones a mi cara pálida y a mi país de origen, vocifera que yo pagué el estacionamiento, pero que el auto lo cuidó él, y que si estoy en su país, tengo que pagarle.

Dijo eso justo cuando buscaba unas monedas para darle, y me hizo sentir tan mal que le dije: “bueno, ahora lo sé; la próxima vez le pagaré”. Fue como despertar a una bestia y, sin dejar pasar un segundo, me gritó que la próxima vez no iba a encontrar el auto. Enojada por dentro, pero sin perder la calma por fuera, lo llamé y le pregunté si me estaba amenazando. Respondió que no, pero que la próxima vez encontraría la llanta cortada, porque acá es así para todos, aunque sean gringos.
Entonces deseé nunca haber ido a ese lugar. Pensando que sería aceptable darle un sol para que dejara de maldecirme, le entregué dos monedas de cincuenta centavos y, cuando por fin salí de donde estaba estacionada, se acercó a la ventanilla y me dijo: “Y no sé cómo será en su país, señito, pero acá no recibimos moneditas”.

Moraleja: No sé... sigo molesta y lo que se me ocurre puede herir susceptibilidades.
Debo estar perdiendo mis facultades para el entendimiento. No entiendo qué les pasa a algunas personas.

Por Zulema Aimar Caballero
zulebm@hotmail.com

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