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6 ago 2016

Involuciones

Finalmente, “la evolución” ha llegado a estas tierras. Desde hace unos días, niños, jóvenes y adultos han quedado atrapados, una vez más, en la telaraña del consumismo patológico. Como si no fuera suficiente el autismo y el desorden que han logrado las redes sociales, ahora vivimos entre personas que se dirigen en manada a atrapar bichos virtuales. Van por la calle mirando su teléfono celular, abstraídos totalmente del mundo circundante, del mundo real.
Al comienzo, recordé el juego de la búsqueda del tesoro. Y digo “recordé” porque hace muchísimos años que no oigo de alguien que lo juegue. Se organizaba con cierta frecuencia en los colegios, un día domingo, con la participación de alumnos y padres. Para quienes sientan curiosidad... sí, era muy lindo... sí, era en familia... sí, se disfrutaba... sí, se competía sanamente, se compartía, se convivía en sociedad.
Pero esto de los pokemons es como vivir en el maravilloso mundo de la estupidez humana. Una estupidez sin límite que lleva a personas de todas las edades a recorrer kilómetros, con teléfono celular en mano, para sentarse en un parque, en un cine, en un restaurante, con el fin de atrapar algo que ni siquiera pueden conservar “con consistencia real”. Y es que su vida real está inmersa en un orbe sin oxígeno y plagado más bien de un gas nocivo que... ¿les afectará las neuronas?
A estos seres promiscuos —los famosos pokemons— se les ha creado la habilidad de instalarse en los sitios más variados e insospechados... parece que hasta podría tener uno en mi casa y criarlo como a un hijo más. Increíble.
Y aparecen en los clubes, en las escuelas, en los ministerios... Personas que jamás han entrado a un cementerio para rezar por el alma de un ser humano, hoy se amontonan en el camposanto para buscar bichos amarillos en sus diferentes “evoluciones” —porque estos bichos sí que evolucionan, no como los humanos terrícolas que aparentemente vivimos de involución en involución—. Personas que no pisan una iglesia ni para Pascua, hoy se sienten atraídas por el espanto cibernético de moda y son capaces de llegar a un confesionario para atraparlo.
Es de esperar que este brote epileptiforme lleve en sí la característica efímera de las modas y termine desvaneciéndose en el aburrimiento de la rutina cuando pase la época de la novedad. Es de esperar que dentro de unos meses —no soy tan optimista para pensar en menos— los que hoy corren detrás de estos monstruos encuentren su Norte en otras actividades que honren más la condición de persona y el poder de la inteligencia con que han sido obsequiadas.
 
Por Zulema Aimar Caballero

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