Parece
que no solo se puso de moda sino que está socialmente aceptado ser despreciable.
Nos comportamos peor que animales salvajes y nos aplaudimos. Realmente, hemos
llegado al sumun de la imbecilidad.
Cada
vez en más regiones se está adoptando la costumbre de castigar a latigazos a
los delincuentes; método reconocido como lícito y que suele practicarse en
medio de las risas y burlas de espectadores. Nos erigimos en jueces y actuamos
como orgullosos verdugos disfrazando de licitud un acto inmoral. Y tratamos de
convencernos de que eso está bien. Y está bien… Mañana me molestará que el
conductor que está delante de mí no maneje como a mí me gustaría, entonces
pondré primera y le pasaré el auto por encima. Me molestarán los niños que
piden limosna en la calle, los tomaré de la mano y les prenderé fuego. Me
molestará una infidelidad y le cortaré el cuello, o lo que se me ocurra, a
quien fue infiel.
¿En
qué clase de animales nos hemos convertido? Ni en la más espesa selva, las
especies viven de esta manera. ¡Dios nos libre de nuestra raza humana! Cada vez
más somos el producto de la involución social. Ni la crudeza de la Ley del talión
se compara con esta modalidad de castigo que se puso de moda gracias a la
creatividad morbosa de algunos y al cerebro de ameba de otros.
«En
verdad les digo que, cuando lo hicieron con alguno de estos más pequeños, que
son mis hermanos, lo hicieron conmigo», leemos en Mateo 25,40. Sumido en una
tristeza palpable, hace unos días el papa Francisco hizo referencia a la
tortura: «Es un pecado en contra de la humanidad y un delito de lesa humanidad».
Dijo que «torturar a una persona es pecado mortal, es pecado grave. Pero es
mucho más: es un pecado contra la humanidad».
Somos seres
increíbles. Fundamos centros de protección para los animales, creamos leyes en
defensa de las mascotas, nos horrorizamos si nos enteramos del maltrato a los
individuos con cuatro patas; en nombre de la defensa de los derechos del
animal, no podemos permitirnos darle ni siquiera una muerte digna a un perro
rabioso, pero aplaudimos el maltrato entre seres humanos.
Sí, somos
seres curiosos: nos espantamos cuando nos cuentan que en tal o cual lugar del
mundo entrenan a los niños, desde edad muy temprana, en el uso de armas para
que vivan como guerrilleros el resto de su vida; nos golpeamos el pecho y
rasgamos las vestiduras cuando es noticia la muerte de una mujer apedreada en
Indonesia. ¡Pero qué hipócritas somos! ¿Qué es lo que condenamos desde nuestra
absurda moralina, si en realidad no nos importa nada?
La semana
pasada nos pintamos los rostros con la bandera francesa. Todos fuimos Francia por
un día; a todos nos corrió La Marsellesa por las venas. Nos conmovimos,
condenamos la salvajada, el terror, el delito… ¿Y por casa, cómo andamos? Al
final, ¿qué es lo que nos diferencia de esos animales? ¿Las armas, la “religión”,
el grado de locura?
Somos la
escoria del mundo. La raza más privilegiada, la única especie provista de alma…
¿¿de alma?? La única especie capaz de raciocinio, la única pensante… ¿¿pensante??
No nos engañemos. Ni pensamos ni sentimos ni toleramos ni amamos. Sí,
definitivamente, somos la escoria del mundo.
Hemos llegado
tan bajo en nuestra escala de valores, en nuestros principios, que el mismo energúmeno
que hoy azota a latigazos a quien le robó una gallina es el que ayer abusó de
una niña y mañana abusará de otra. Y nadie lo azotará. Y está bien que así sea…
gallinas y niñas no tienen punto de comparación.
«Estos
gringos creen que en el Perú vivimos como indígenas. No tienen idea… creen que
todavía estamos con arcos y flechas». ¡Cómo nos indigna eso! Y, sin embargo, ¿con
qué lo refutamos? No podemos culpar a los gringos por estar bien informados.
Me han robado
en Lima más de 20 veces. Han intentado robarme —sin conseguirlo— otras tantas.
Me han golpeado para robarme, me empujaron, me arrojaron al suelo, me
insultaron. Cuando pude, me defendí con la poca fuerza de mis puños y de mis
pies. Sí, actué violentamente tratando de defenderme. Sin embargo, ni siquiera
por temor comencé a salir armada. Y nunca se me ocurrió pensar en mi ladrón
siendo torturado a latigazos para pagar por lo que me había hecho. Me siento satisfecha
al preferir sentarme a llorar mi humana impotencia antes que convertirme en un
monstruo lleno de odio. Mi condición humana es más humana. Mi condición humana
es más humana —más racional— que la de estos especímenes, fenómenos, “animaloides”
que representan la vergüenza, la bajeza, la idiotez, la denigración y la indignidad de nuestra
humanidad.
Por Zulema Aimar Caballero
zulebm@hotmail.com
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