Si ser padre no es fácil y ser hijo tampoco,
tendríamos que inferir que “ser” es difícil. Porque —querámoslo o no— todos
somos hijos, y una gran mayoría llegamos a ejercer la paternidad. ¿Y qué es eso
de ejercer la paternidad?
El ser humano puede llevar el título de padre por
accidente: yo no lo busqué, yo no quería, no me cuidé, no sé cómo pasó. Este, exclusivamente,
es el caso de los padres biológicos. O puede ser padre porque sí lo quería.
Deseaba formar una familia. Este es el caso de padres biológicos y, por
supuesto, de los adoptivos.
Y en este enredo de decisiones y deseos, lo
cierto es que los únicos en condiciones de decir: «Yo no lo quería» son los
hijos. En las trifulcas entre padres e hijos, no es raro escuchar la frase: «Yo
no pedí nacer».
¡Cuánta razón tienen cuando sueltan ese
pensamiento! Y cuánta razón tienen los padres que responden: «Nosotros lo
pedimos por ti. Porque deseábamos engendrar una criatura buena y criarla de la
mejor manera para que fuera un ser humano feliz. Para que disfrutara de este
mundo maravilloso que, a su vez, espera algo bueno de ti. Para que pudieras
conocer y amar la vida».
Lamentablemente, el sentimiento de frustración
—aunque sea momentáneo— de los padres que mastican sin poder tragar la
sentencia «yo no pedí nacer» es tan inmenso como doloroso.
Sin embargo, ¿qué adulto con hijos, en medio de las
dificultades que se presentan en este mundo maravilloso, no pensó alguna vez
«yo no pedí nacer»?
Cada etapa en la crianza y educación de los hijos
tiene sus características y conflictos. La niñez, el tiempo de la pubertad, la
bendita adolescencia y el paso hacia la adultez. Por más perfecta que parezca la
vida en familia, en algún momento los hijos se quejan de los padres y nosotros
nos quejamos de los hijos. ¿Y de qué o por qué nos quejamos todos?
Aparentemente, los hijos lo hacen porque quejarse
es algo así como una función que viene incorporada de fábrica. En términos
modernos, algo así como una “aplicación” lista para ser usada. En cambio, los
padres nos quejamos porque es tarde. Sí, porque es tarde. Porque permitimos que
sucedan algunas cosas que luego no podemos —o resulta muy difícil— revertir.
Hoy en día, con la excusa del trabajo y la falta
de tiempo, dedicamos a los hijos la menor cantidad de horas posible. Igual que
la comida chatarra, rápida y preparada por otro, fuera de casa, nos sumergimos
en la comodidad, convencidos de que otros —fuera de casa— tienen una educación
precocida para nuestros hijos.
Así, nos quitamos el peso de encima. A veces
queriendo y otras sin querer, delegamos nuestras obligaciones, nuestras
verdaderas responsabilidades, nuestro mayor compromiso, que es el ejercicio de
la paternidad. Y, ya sea en la condición de padres por accidente o padres por
convicción, pasamos a ser padres en situación de retiro, dejando de ejercer
debidamente nuestro rol.
Asumimos la obligación de enviarlos a la escuela
y, cómodamente, entregamos la educación integral de nuestros hijos a sus
profesores, sin siquiera informarnos acerca de qué hacen, de qué hablan, qué
pautas de comportamiento se les imparte.
El tema de la moral, creemos que debe estar a
cargo exclusivamente del sacerdote o guía espiritual y nos lavamos las manos o
nos rasgamos las vestiduras y culpamos a los demás si algo sale mal. Los
cambios en el organismo y las cuestiones de la sexualidad, son un privilegio de
los médicos, a quienes pagamos la consulta y les endosamos al adolescente para
que le expliquen todo de la manera que les parezca, sin pensar que por buenos
profesionales que sean, sus valores e incluso sus preceptos religiosos pueden
no estar acordes con los nuestros. Y para otras inquietudes que los hijos
puedan tener, la televisión, el internet y sus pares son una gran fuente de
sabiduría.
Y en esta situación de dejadez, nos volvemos
permisivos y consentimos cualquier cosa: que desobedezcan, que hablen sin
consideración, que falten el respeto, que se ilustren con revistas, programas
de televisión o películas que incitan a la violencia, las adicciones, la pornografía;
en síntesis, la degradación de la persona.
¿Reprenderlos? ¡Jamás! Si en la escuela se los
sanciona por alguna mala conducta, allí vamos con toda nuestra artillería a
pedir explicaciones. Y tampoco los reprendemos en casa porque corremos el
riesgo de quebrar su autoestima.
Por no levantar la voz a tiempo, los padres nos
quejamos… cuando ya es demasiado tarde. Así, no preparamos a los hijos para que
aprendan a volar —como se dice metafóricamente—. Más bien, la realidad es que
los tenemos como aves, los empollamos el tiempo estrictamente necesario,
mientras dejamos que ellos mismos se inserten el par de alas que les agrade,
del tamaño que les convenga y que les permita ir hacia donde les plazca, cuanto
más pronto, mejor.
O, por otro lado, pasamos a un extremo no menos
doloroso, el de la sobreprotección: no hacemos más que incubar algo esperando
que no salga al mundo. Pero, tarde o temprano, en algún momento los hijos lo
harán y se encontrarán frente a situaciones que los golpearán, los harán caer y
no encontrarán la manera —o les costará mucho— de levantarse.
En un punto u otro, hay algo más que también es
cierto: el amor de los padres. Equivocados, viviendo una vida cómoda, a la
espera de que alguien más cumpla el rol que nos corresponde; o equivocados en
el modo de proteger a nuestros hijos, es prácticamente imposible negar el amor
de padres.
Como un mecanismo de defensa de ese amor, en
situaciones límite endilgamos las consecuencias a la sociedad, sin reparar en
la parte fundamental que, como familia, somos de ella. No importa si no supimos
mostrar el camino —en la mayoría de los casos porque nosotros hemos perdido el
rumbo primero—, no importa si permitimos que tiraran de una cuerda hasta
cortarla; cuando ya es tarde y lloramos, echamos la culpa a la sociedad.
Así como el amor de padres existe, es común que
permanezca dentro del corazón, escondido hasta que algún acontecimiento lo hace
explotar y salir a la luz. Y esto ocurre, en gran parte, porque ese sentimiento
no acompañó a los hijos desde el afecto, la dedicación, el acompañamiento
constante; en fin, la vocación de servicio íntimamente ligada a la autoridad.
Desde este comportamiento afectivo es que se
puede educar en valores al cuerpo y al espíritu, orientar acciones hacia un
entendimiento de la libertad que dará buenos frutos en la medida en que, como
padres, trabajemos de manera consciente y responsable la voluntad de nuestros
hijos.
En
la Suma de Teología, Santo Tomás explica: «Hay entes que obran sin juicio
previo alguno; por ejemplo, una piedra que cae y cuantos entes carecen de
conocimiento. Otros obran con un juicio previo, pero no libre; así los
animales. La oveja que ve venir al lobo, juzga que debe huir de él; pero con un
juicio natural y no libre, puesto que no juzga por comparación, sino por
instinto natural. De igual manera, son todos los juicios de los animales. El
hombre, en cambio, obra con juicio, puesto que por su facultad cognoscitiva
juzga sobre lo que debe evitar o procurarse; y como este juicio no proviene del
instinto natural ante un caso práctico concreto, sino de una comparación hecha
por la razón, síguese que obra con un juicio libre, pudiendo decidirse por
distintas cosas».
¿Nada nuevo
bajo el sol?
Cada etapa en la vida de nuestros hijos requiere
de nosotros —sus padres— la atención adecuada, tanto en el aspecto físico como
en el espiritual. Como ya se dijo, estos períodos presentan sus características
propias y, en ellos, el cuidado que es necesario proporcionarles para su
desarrollo, depende de su edad real, de sus aptitudes hacia la madurez y del
enfrentamiento con un mundo cambiante.
Así, la niñez de nuestros hijos nos ata más a
ellos. Su buen crecimiento y desarrollo depende en todo de la dedicación que
les prestemos para lograr su supervivencia: los alimentamos, les enseñamos a
hablar, a caminar, a jugar. Con ellos reímos, disfrutamos, los aplaudimos y
alentamos cada vez que aprenden algo nuevo. Y en esta etapa es cuando
comenzamos, también, nuestro aprendizaje de padres —aprendizaje que, como
iremos viendo, nunca termina—.
Sin embargo, en muchas ocasiones, parece un hecho
que, una vez que se cura la tos convulsa y termina la picazón del brote de la
varicela, nuestra función de padres caduca y comenzamos a dejarlos «a la buena
de Dios».
Y esta forma de descuido no es culpa del siglo
XXI, ni del XX —por más “cambalache” que este haya sido—. El siglo lo hacemos
las personas. El siglo no es el problema.
Carles Feixa esquematizó lo que podríamos llamar
una evolución —o involución— de la juventud, a lo largo de la última centuria,
destacando algunos grupos que inician desde lo que llama Generación A
(Adolescente), a partir del reconocimiento social que, en 1899, se da al
estatus único conformado por aquellos individuos que ya no son niños pero
tampoco llegan a la adultez. Luego, la Generación B (Boy Scout), una cultura juvenil de naturaleza
espiritual en los ambientes escolares. Un modelo que separa a los niños de las
niñas para evitar contactos prematuros que pongan en riesgo la masculinidad de
los chicos y corrompan la feminidad de las chicas. Seguidamente, la Generación
K (Komsomol), una organización
juvenil comunista, adaptada a las necesidades del estado revolucionario, en la
que no existe división de género y, tanto chicos como chicas se agrupan según
su edad para desarrollar actividades de ocio y formación cívico-militar. La
Generación S (Swing), aparecida en la
década de 1930, en que los jóvenes son movilizados por las doctrinas políticas
del nazismo y el fascismo. Sin embargo,
algunos grupos juveniles encuentran en la música y el baile un escape a estas
tendencias autoritarias, asumiendo formas como el misticismo, el sensualismo y
la indiferencia moral que desembocan en una “crisis de autoridad”. La
Generación E (Escéptica), constituida por la juventud de posguerra y
caracterizada por una falta de compromiso político y moral, conformismo con la
sociedad establecida y el aprovechamiento pleno de todas las posibilidades que
le son permitidas. La Generación R (Rock),
se caracteriza por una mayor permanencia de los jóvenes en las instituciones
educativas y la aparición del “consumidor adolescente”. La escuela secundaria
se convierte en el centro de la vida social de una nueva categoría de edad: el teenager. La Generación H (Hippy), representada por un nuevo
estrato social portador de una misión emancipadora. Es decir, la juventud crea
una contracultura y es vista como una “nueva clase revolucionaria” con la
misión de instalar en la sociedad una cultura alternativa a la dominante. La
Generación P (Punk) representa la
juventud surgida en tiempos de crisis. Los jóvenes se vuelven provocadores; un
estilo de vestimenta ecléctica y el gusto por una música electrizante
simbolizan su rebeldía. La Generación T (Tribu) está
marcada por el incremento de la desocupación juvenil y el hundimiento de las
ideologías contraculturales que generan discursos con rasgos de cinismo y
desencantamiento en microculturas juveniles marginales urbanas. La Generación R
(Red), conformada por los jóvenes de la actualidad. Representan la primera
generación que llega a la mayoría de edad en la era digital; tienen el acceso
más grande a computadoras e internet, son receptores del impacto cultural de
las tecnologías de información y comunicación en la sociedad.
Si
analizamos la clasificación anterior, apreciamos que la aparición de las
diferentes corrientes con las que comulgan los jóvenes tienen que ver con
cambios en las distintas sociedades. Surgen como respuesta, como reacción a un
mundo que se les presenta incómodo. Va más allá de la agrupación con fines de
protesta contra guerras o ideologías no compartidas. Se escuda en ello, pero
tiene que ver, más bien, con la realidad de un mundo cambiante que, al mismo
tiempo que les presenta oportunidades de cosas nuevas, sueños de progreso y
reformas e ilusiones de satisfacción personal, no les ofrece las herramientas
para lograrlo o —peor aún— les muestra caminos incorrectos.
Parece
que un disfraz y actitudes ociosas fuera la única manera al alcance de la
juventud para sobresalir en el mundo. Y esto no es más que un grito desesperado
de ayuda. «¡Aquí estoy! ¡No soy invisible!». Es su forma de búsqueda de algo
que no saben qué es ni dónde está. Y no lo saben porque no han aprendido a
buscar en su interior. Y no lo han aprendido porque en ese universo externo que
les muestra caminos errados también se desvanece la fuerza de la familia y se
extermina la voz de los padres —nuestra voz—, esencial para proporcionar la
formación y las herramientas necesarias que les permitirán afrontar los
desafíos propios de la edad.
El filósofo Ortega y Gasset escribió:
«(…) la nueva generación necesita completar sus magníficas potencias con una
rigurosa disciplina interior. Yo quisiera ver en esos grupos de jóvenes la
severa exigencia de ella. Pero acontece que veo todo lo contrario: un
apresurado afán por reformar el Universo, la Sociedad, el Estado, la
Universidad, todo lo de fuera, sin previa reforma y construcción de la
intimidad».
Antes hablamos del desvanecimiento de la fuerza
de la familia. Así como no es lógico echar culpas al mundo por “cómo nos salgan
nuestros hijos”, tampoco es justo culparnos como padres —como muchas veces la
psicología parece revelar—, puesto que los hijos nacen como seres libres y —en
última instancia— harán ellos mismos uso de su propia libertad. Lo que sí tiene
relevancia es la conciencia que debemos tener los padres en su formación, y la
convicción de que el núcleo familiar debe ser siempre el espacio más propicio
para el aprendizaje. Un aprendizaje que se retroalimenta con cada uno de sus
miembros. Un aprendizaje que es, en definitiva, aprender a amar.
Explica
monseñor Justo Laguna: «(…) Cuando se desdibuja la familia como ámbito de
aprendizaje del amor se abre un peligroso abismo. (…) Cuando hablo de la
familia y recuerdo la manera en que estaba organizada la mía, sé que hablo de
otro tiempo, casi diría de otro mundo. Pero la defensa de ese primer ámbito de
aprendizaje del amor es algo que seguiré haciendo aun cuando las experiencias
de vida y las formas de integración cambien».
Las palabras de monseñor Laguna «(…) sé que hablo
de otro tiempo, casi diría de otro mundo», nos hacen pensar en los retos de la
juventud en nuestros días. Así convengamos en que muchos de los desafíos de los
jóvenes de hoy también existieron en otro tiempo, parece evidente que se
encuentran más marcados en medio del desorden social a nivel mundial.
Gran parte de los problemas a los que deben dar batalla
los jóvenes tienen que ver con su autoestima y la manera en que algunas
situaciones la vulneran, provocándoles un impacto negativo que transfieren, a
su vez, a las personas de su entorno. Así, a cuestiones personales, tales como
crisis de fe, enfermedades, cuadros depresivos, alcoholismo y otras adicciones,
se suman pérdidas en el campo afectivo —fallecimiento de algún ser querido,
distanciamiento de amigos—, separación de los padres, exposición a actos de
violencia, conflictos sexuales —violaciones, embarazos precoces o no deseados,
confusión acerca de su identidad sexual—, problemas de educación, fracaso en el
estudio, carencia de orientación vocacional, discriminación por parte de sus
pares, castigos por parte de sus padres, abuso físico y psicológico,
situaciones que involucran la vida íntima de sus padres —una nueva pareja y la
intención de formar una nueva familia—, cuestiones propias referidas a
relaciones amorosas —el comienzo o la ruptura de una relación—.
Muchas iniciativas que parecen surgir de la buena
voluntad de personas y asociaciones son dignas de tener en cuenta y recibidas
con beneplácito tanto por los jóvenes en cuestión como por la sociedad en
conjunto, en vista de que puedan cambiar la situación de desamparo e
incertidumbre en este sector social. Sin embargo, la mayoría de estas
asociaciones parecen no advertir un tema que es fundamental —y por eso fue el
primero que mencionamos al hablar de los desafíos de la juventud—, y que es la
crisis de fe.
Encuestas a nivel mundial, arrojan en sus
resultados que los adolescentes y los jóvenes de hoy no creen que su situación
cambie. Se encuentran en un estado de pesimismo total, que los sumerge en un
océano marcado por el desinterés y la indiferencia, que los conduce a una
apatía crónica. Les enceguece el presente y no ven el futuro. Y en esto tenemos
responsabilidad los mayores. Poco a poco, fuimos perdiendo la capacidad de
asombro ante lo cotidiano y simple de la vida, y ante la vida misma. Igual que
ellos, parece que solamente nos asombra cualquier nuevo producto tecnológico o
de moda. Nos provoca admiración, nos asombra todo lo superficial, que es tan
superficial como engañoso. Y no vemos lo realmente relevante, no miramos hacia
lo profundo, no buscamos en nuestro ser interior la pequeña llama que ilumina
el gran camino, el único y verdadero camino que es Dios y es ante quien siempre
debemos sentir asombro.
«Os
deseo que mantengáis la lozanía del corazón, la alegría propia de vuestra edad.
Al mismo tiempo os deseo que entréis en lo íntimo de vosotros mismos, en esa
celda interior donde cada uno de nosotros, sin exclusión ninguna —pienso que ni
siquiera queda excluido el hombre que se confiese agnóstico o ateo—, en la que
cada hombre está a solas con el Padre. Este es uno de los elementos
constitutivos de la Cuaresma: pero no solo de la Cuaresma, sino de la vida
cristiana en general; y no solo de la vida cristiana, sino de la vida humana.
Es un elemento constitutivo de nuestra humanidad, de nuestra personalidad.
Tenemos necesidad de un interlocutor que sea Padre, que vea, que nos conozca
—que nos conozca mejor de cuanto nosotros mismos somos capaces de conocernos— y
nos ame; esto es decisivo porque el conocimiento solo no crearía esta confianza
y este contacto especial, esta necesidad de entrar en lo íntimo de nosotros
mismos, si no tuviéramos seguridad de que Él nos ama. Nos ama. Absoluto Amor.
Amor absoluto (…) debemos
mantener nuestro gozo, nuestra lozanía. No se trata tanto de signos exteriores
cuanto sobre todo de la conversión del corazón, de ese proceso íntimo que es
tan interesante y atrayente. Es una experiencia hermosísima que el hombre puede
hacer, una experiencia bellísima brindada al hombre. De modo que a vosotros
especialmente, jóvenes, os deseo en este período de la vida —cuando la mayor
parte descubrís esta experiencia—, os deseo que estéis a solas con el Padre en
la intimidad de vuestra celda interior, en vuestro corazón».
Hemos perdido la capacidad, el don de sentir
emoción, de emocionarnos hasta las lágrimas. Bendito aquel que se emociona ante
el nacimiento de un bebé. Bendito el que se emociona de alegría y, pese a no
tener con qué, busca con quién celebrar el día de su cumpleaños. Bendito aquel
que se emociona con el abrazo de un amigo o la caricia de un hijo.
Bienaventurado el que aun en la prisa que impone la rutina del trabajo, ve una
flor en un jardín y se detiene a sentir su perfume. Bienaventurado el que
camina apurado, mirando el suelo, pero puede tomarse un momento para levantar
la cabeza y extender su mirada al cielo.
¿Que los jóvenes están perdiendo la fe? ¡Por
supuesto! ¿Qué nos sorprende, si también nuestra fe está en crisis? ¿Que no
tienen ilusiones, que no tienen esperanzas? Pues, enseñémosles cómo tenerlas;
inculquémosles que no hay esperanza sin fe y que no hay fe sin Dios. Si nos preocupa, ocupémonos. Probablemente nos sorprendamos al ver que nuestra fe y la de nuestros hijos no estaba muerta, sino solamente dormida.
Por: Zulema Aimar Caballero