Finalmente,
“la evolución” ha llegado a estas tierras. Desde hace unos días, niños, jóvenes
y adultos han quedado atrapados, una vez más, en la telaraña del consumismo
patológico. Como si no fuera suficiente el autismo y el desorden que han
logrado las redes sociales, ahora vivimos entre personas que se dirigen en
manada a atrapar bichos virtuales. Van por la calle mirando su teléfono
celular, abstraídos totalmente del mundo circundante, del mundo real.
Al
comienzo, recordé el juego de la búsqueda del tesoro. Y digo “recordé” porque
hace muchísimos años que no oigo de alguien que lo juegue. Se organizaba con
cierta frecuencia en los colegios, un día domingo, con la participación de
alumnos y padres. Para quienes sientan curiosidad... sí, era muy lindo... sí, era
en familia... sí, se disfrutaba... sí, se competía sanamente, se compartía, se
convivía en sociedad.
Pero esto
de los pokemons es como vivir en el maravilloso
mundo de la estupidez humana. Una estupidez sin límite que lleva a personas de
todas las edades a recorrer kilómetros, con teléfono celular en mano, para sentarse
en un parque, en un cine, en un restaurante, con el fin de atrapar algo que ni
siquiera pueden conservar “con consistencia real”. Y es que su vida real está
inmersa en un orbe sin oxígeno y plagado más bien de un gas nocivo que... ¿les
afectará las neuronas?
A estos
seres promiscuos —los famosos pokemons—
se les ha creado la habilidad de instalarse en los sitios más variados e
insospechados... parece que hasta podría tener uno en mi casa y criarlo como a
un hijo más. Increíble.
Y aparecen
en los clubes, en las escuelas, en los ministerios... Personas que jamás han
entrado a un cementerio para rezar por el alma de un ser humano, hoy se
amontonan en el camposanto para buscar bichos amarillos en sus diferentes “evoluciones”
—porque estos bichos sí que evolucionan, no como los humanos terrícolas que
aparentemente vivimos de involución en involución—. Personas que no pisan una
iglesia ni para Pascua, hoy se sienten atraídas por el espanto cibernético de
moda y son capaces de llegar a un confesionario para atraparlo.
Es de esperar
que este brote epileptiforme lleve en sí la característica efímera de las modas
y termine desvaneciéndose en el aburrimiento de la rutina cuando pase la época
de la novedad. Es de esperar que dentro de unos meses —no soy tan optimista
para pensar en menos— los que hoy corren detrás de estos monstruos encuentren
su Norte en otras actividades que honren más la condición de persona y el poder
de la inteligencia con que han sido obsequiadas.
Por Zulema Aimar Caballero