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Hoy
tuve una de esas experiencias que lo dejan a uno pensando por qué los seres
humanos somos como somos. Lo que ocurrió fue muy poco, pero bastó para que
despertara mi interés en contarlo con la sola intención de hacer lo que suele
llamarse “una crítica constructiva”.
En
un restaurante, me esperaban tres personas: dos caballeros que ya conocía y una
dama que aún desconocía. Los caballeros se pusieron de pie, nos saludamos y me
presentaron a la tercera persona por su nombre. Sonriente, extendí mi mano y
dije: “Encantada de conocerla, señora L…”. La señora, despojada de sonrisas,
respondió: “Doctora, soy una doctora”.
Si
se lo hubiera dicho a un amigo mío, este le habría contestado: “¿Y qué?” Pero
yo no quise ser tan desagradable. Respondí: “Oh, qué bien”.
Durante
los primeros minutos de la reunión, estuve observándola detenidamente, mientras
intentaba encontrar el cartel que llevaba su título y que yo, tan distraída, no
había visto. Pero el cartel no estaba. Y yo no tenía por qué saber acerca de su
tan importante título. Tan importante para ella que representó una ofensa que
yo la llamara “señora”.
No
es extraño que ocurran estas cosas en una sociedad. Parece que un título cambia
tanto a una persona que deja de ser persona para ser solamente lo que el título
le indica. Son
adicciones. Se vuelven adictas y dependientes de los encabezados, de la
etiquetay, por qué no, de la estupidez.
Y
eso que hay ejemplos para seguir. El papa Francisco constituye un compendio de
títulos: Eminencia, Excelencia, Santidad, Sumo Pontífice, Jefe Máximo de la
Iglesia Católica –nada más y nada menos–, entre otros. Sin embargo, fuera del
protocolo mundial, él pide que lo llamen padre Jorge. Ni siquiera Reverendo
Padre. Simplemente, padre Jorge. Y si el padre Jorge se pusiera en el mismo
plan que la dama del comienzo de esta historia, habría que acudir a la cita con
bastante anticipación para que pudiéramos llamarlo con los títulos y el
tratamiento para los papas: “Encantada
de conocerlo, Su santidad el
papa Francisco, obispo de Roma, vicario de Cristo, sucesor del príncipe de los
Apóstoles, sumo pontífice de la Iglesia Universal, primado de Italia, arzobispo y metropolitano de la provincia romana, soberano del Estado de la Ciudad del Vaticano, siervo de los siervos de Dios".
Y ahora dejo
al papa para seguir conmigo. Mi título vale. Me costó mucho esfuerzo. No es un
título apócrifo comprado en el centro de Lima. Es un título otorgado por una de
las mejores universidades jesuitas del mundo. Y, además de los contenidos
académicos que libé de esa universidad, pude formarme interiorizando el lema “Ciencia
a la mente y virtud al corazón”. Y eso me enorgullece.
Mi título
vale, pero cuando se trata de tratamientos, prefiero el tratamiento de “señora”
y, antes que eso, el de “persona”. Tengo un nombre que me identifica y ser –más
que aparentar o tener– es lo que me define como persona.
En mi haber,
otros títulos se suman, que fueron otorgados por la universidad de la vida. Demasiados
doctorados que no cabrían en una tarjeta de presentación. Solamente mis hijas
me han condecorado con los grados de doctora en Medicina, en Filosofía, en Teología,
en Psicología, en Relaciones Humanas, en Educación, en Abogacía, incluso en Economía,
porque cuando las deudas aumentan y ahogan, cocinar una paella con un solo
grano de arroz es algo que ni el propio Adam Smith habría podido lograr.
No comparto
la estúpida vanidad de algunos y aplaudo la maravillosa humildad de muchas
personas que conozco, que aprecio y quiero porque tienen claro que “son” y “que
son lo que son” gracias a su esencia. ¿No es eso lo importante? ¿No es ese
reconocerse como persona una verdadera virtud?
Al final de
los días, los diplomas logrados permanecerán colgados en una pared y se irá con
nosotros lo que realmente fuimos.
Se
paró frente al espejo. La primera impresión fue desagradable. Apenas pudo
reconocer su rostro, borroneado en aquella superficie empañada. Tomó la punta
de la toalla con la que había envuelto su cabello y la pasó cuidadosamente por el
cristal delator, descubriendo la imagen que este reflejaba.
La
impresión fue peor. Porque lo que aparecía en aquella superficie, ahora
brillante y sin borrones, no era solamente ella, sino la premonición al desnudo
del resto de su vida. El espejo le ofrecía la realidad más cruel. Los surcos
que el tiempo había trazado sobre su frente y alrededor de sus ojos no le
molestaban. “Así debe ser”, pensaba.
Lo
que la atormentó en la revelación de su rostro fue comprender que ahora, más
que nunca, la esperanza estaba perdida. Ahora que por fin el amor había salido
de su cautiverio, el tiempo le gritaba que él ya no la reconocería.
cultivaré
su brillo y su luz anidará en los míos para
ver lo que ves y mirar lo que miras. Secuestraré tus dulces
labios… me refugiaré en ellos
y dejaré que me embriaguen con la miel de tu
cariño y el sabor de tu pasión. Secuestraré tus oídos
tolerantes… y los educaré en la
percepción del eco constante de los susurros más
tiernos, de mis palabras de amor. Secuestraré tu
impecable sonrisa… y dejaré que me
contagies tu alegría, esa que me hace feliz
cada día. Y, adueñada de tu
cuerpo, te confiaré mi alma y gozaré de la paz que
prodiga tu pecho, al son de los latidos
de tu corazón satisfecho. Y, apoyada en tu
hombro, por milagro quedaré callada ante el tentador sonido
de una brisa suave, el canto de la lluvia
que tanto añoro o la dulce melodía de nuestro piano. Por: Zulema Aimar Caballero zulebm@hotmail.com
No importa si en este día no me traés una flor. Lo sabés, me gustaría… ¡a qué mujer no! Una de aquellas, silvestres que algún ave cultivó o que una brisa atrevida una noche fecundó. O aquella que quedó sola porque nadie la miró, y pálida de tristeza espera morir bajo el sol. Una de abundante perfume y de atractivo color, que se destaque, soberbia, con todo su esplendor.
No importa si en este día
no me traés flor alguna. Si venís cuando oscurezca serás pétalos de luna. Si bajo su luz me besás tus labios me perfuman. Y es perfume que no acaba, es aroma que perdura. Si venís cuando oscurezca no necesito flor alguna. No importa si en este día no me regalás una flor porque mi mejor primavera es recibirte a vos. Por: Zulema Aimar Caballero zulebm@hotmail.com
Respondo a tu pregunta de anoche. Esa que me hiciste cuando no podía
conciliar el sueño. En este último tiempo sucedieron demasiadas cosas. Entre
ellas, me alejé bastante del arte de la escritura como entretenimiento. Y no es
que las musas se hayan tomado vacaciones. No puedo endilgarles esa culpa. Más
bien me rehúso a escribir.
Empecé a convencerme de que escribir no tiene sentido. Es como si ya no
me enamorara hacerlo. Comprendí que a nadie enamora. Y, si escribiendo no se
enamora a nadie –ni a uno mismo– ¿vale la pena? Y no me refiero al puro
romanticismo, sino también al amor por las letras, las palabras y el mensaje
que ellas pueden dejar a alguien en un momento especial.
Así que opté por el camino más egoísta y bastante ruin: abusar de las
musas para que me ayuden a soñar. Para que la inspiración solamente nutra mis
sueños, para repetirlos, repasarlos momento tras momento sin que nada los
detenga, para no compartir esas historias con nadie, para que sean sólo mías.
Ya sé. Te estarás preguntando qué ocurrió con tu generosa hija y amiga. La
respuesta es que creo que ya no existe.
El destino teje a su antojo y muchas veces termina enredándonos en una
telaraña de la que es imposible salir. Y lo que queremos, lo que esperamos, lo
que nos gustaría, lo que realmente necesitamos queda cada vez más apartado de nuestra
vida.
Y hoy caigo en la cuenta de que tampoco quiero hablar. Parece que es
imposible conjugar lo que puede salir de mi cerebro con lo que brota del
corazón. Los pensamientos y los sentimientos solamente se unen en la garganta,
pero de allí no sale nada. Se hace un nudo apretado y asfixiante, extremadamente
difícil de desatar.
Pero Vos sabés que esto es algo nuevo. Porque siempre hablé. Hablé con el
corazón y hablé con la verdad. Parece que es lo único que hacía sin temor. Ahora
sé que todas las veces quedé en ridículo. ¿Sabés qué triste es desnudar los sentimientos
y darte cuenta de que te quedaste ahí parada, sola, en evidencia? Es más
doloroso que desvestir el cuerpo ante alguien que ni siquiera lo advierte.
Y hoy me convenzo de que debí callar. ¡Parece que nada es mejor que
callar! “Callar a tiempo es prudencia”, les enseñé siempre a mis hijas. Pero yo
no lo practiqué. Es más: hoy pienso que, sin intención de hacerlo, pude haber
lastimado a las personas que más quiero. No con ofensas, no con palabras
desagradables; al contrario, con expresiones buenas y sinceras, pero que quizás
también a esas personas les ocasionó un nudo en su garganta. Vos sabés que pido
perdón por eso. Perdón que no sé si conseguiré.
Y hay algo más: siempre sostuve que el día que dejara de suspirar sería
porque estaría muerta. Y creo que estoy dejando de suspirar. Siento que a ese
destino que tanto teje tengo que darle luz verde para convertirme en un témpano
de hielo que resista cualquier indicio de calidez que pretenda derretirlo.
Conocés todo sobre mí. Nunca fui buena para ocultar. Sabés que, pese a
todo, me esforcé por seguir enamorada. ¡Enamorada de la vida! Pero la vida es
mujer ¡y qué mina tan difícil! Lamento si te decepciono, pero estoy dándome por
vencida. Si no me da bolilla, será que tengo que dejarla pasar.
Los que llevo a cuestas son mucho más que un montón de años. Sumamente
agradecida por ese montón más los tres meses y siete días que me permitís
cumplir hoy. Porque mis derrotas y mis tristezas seguramente no superan las de
millones y millones de otras personas. Y mis momentos de alegría y la felicidad
que esos momentos me regalan, seguramente sí lo superan. Así que estoy
sumamente agradecida. Entonces, ¿por qué estoy tan cansada? ¿Por qué veo que ya
no tiene sentido perseverar? ¿Por qué quiero rendirme y a la vez me cuesta
tanto hacerlo?
Mujeres de mi edad –y otras mucho más jóvenes– se preocupan por la
cirugía estética. Yo tengo las arrugas bien puestas, sé por qué están donde
están; así que no me afecta que vivan conmigo. Lo que quiero es una cirugía
para mi alma.
Querido Amigo: sé que a estas alturas debés estar agarrándote la cabeza o
la barba. Si no tenés respuestas para darme, sabré entenderlo. Si algo se te
ocurre, extendeme otra vez tu mano, abrazame con fuerza y no me sueltes. Sé que
tu camino es el único camino. No permitas que, simplemente, lo vea. No permitas
que al pisarlo me desvíe fácilmente. Rodeame de esos instrumentos tuyos que me
ayudan a no perder la fe. En ellos sabré verte y amándolos a ellos seguiré
amándote a Vos. Y permitime a mí también ser un instrumento tuyo para bien de los
demás. No me dejes sola.
PD: La próxima vez que me asaltes con tantos interrogantes, procurá que sea
en otro horario; porque anoche no me permitiste dormir.
Tronco de buena madera, corteza que se hace mustia con cada soplo de angustia al partir la primavera. Madera dócil y suave que azota el sol del verano, y es cada horqueta una mano que firme abriga dos aves. Que allí se nutren y crecen afinan sus voces y cantan; ríen, lloran, juegan, saltan y de sol a sol aprenden. Que llegaron una tarde, huérfanas de amor y vientre, buscando un árbol perenne al que osaron llamar madre. Y con abuso usurparon lo que les daba mi pecho: la savia que por derecho exigieron y libaron. Para el espíritu esencia, vigor para todo el cuerpo en otoño y en invierno y en frías horas de ausencia. Horas de pena y temores, de Biblia abierta y cerrada, de alegrías enterradas, de rosarios y oraciones. Horas de risa y canciones, de tierna melancolía, de vida realmente viva y de eternas emociones. Y entre ramas se transforman: hoy son aves, mañana hojas que el viento las tiñe rojas y son flores que se asoman. Y perfuman toda mi alma con sonrisas en derroche y al aparecer la noche se silencian en la calma. Y es por ellas que soy árbol de raíces muy inquietas; soy rama y tronco con grietas mas sigo en pie año tras año. Y dejo que me bendigan lluvias, vientos y tormentas y si la bendición es violenta me apuntala una mano amiga. Y soy luz, brazos y nido dispuestos a dar calor, a no abdicar al amor y a no caer en olvido. Y soy cuerpo con defectos y soy alma con pecados y soy la fe que ha triunfado combatiendo fuertes vientos. Y puedo ser sombra y piedra, león como mariposa, apasionada y generosa, clavel, cactus o hiedra. Y soy frondosa cobija de dos frutos bien paridos puros, del Cielo nacidos, frutos del Cielo, mis hijas. Y en la aridez más profunda -y aún a mi edad madura- mi fertilidad perdura al saber que soy fecunda. Por: Zulema Aimar Caballero zulebm@hotmail.com
Mirarte es, sin duda,
un placer divino; los ángeles más puros
me lo han concedido. Placebo al que acudo, alimento asombroso; elixir de los dioses
que embriaga mis ojos, cuando se extravían en
el laberinto misterioso de tan admirable corazón
frondoso, en los rincones de tu esencia
impecable, en las turbulencias de
tu figura adorable. Sos luz, voz, estallido,
estampida, y de esa encrucijada,
dichosamente perdida, no quiero ser
rescatada ni encontrar la salida; deseo que me atrapes y
protejas mi vida. A veces sospecho que
sos de otros mundos, navegante casual de
mis mares profundos. Anclaste en mi pecho
tus labios ardientes, sembrando pasión y
aficiones fervientes. No zarpes ahora, no te
alejes de mi lado, no esta noche que
tanto te he amado. Contemplarte es, sin
duda, un placer divino; las musas del aire me
lo han concedido. Hacia mí te trajeron en
cometas envuelto una tarde de mayo de
río revuelto. Ahora susurran que grite
tu nombre tu nombre de niño, tu
nombre de hombre. Y mi garganta sangra
ante demente pedido, pues gritar tu nombre parece
prohibido. Temo que un numen se
enfade conmigo y quiera ocultarte en
un hueco de olvido. Por eso mañana, cuando
el sol asome, los duendes descansen
y el cielo se dore, y sin importar sucumbir
vanidosa al ver que la brisa se
torna celosa, que las aves conjuran,
tal vez, envidiosas y conspiran
fulgurantes las mariposas, saldré, felizmente, a
contarle al viento el amor que te guardo,
el amor que yo siento. Por: Zulema Aimar Caballero zulebm@hotmail.com
Más cerca de Dios, más lejos de los hombres
y más cerca de Dios. Con la mente por fin
clara, con el alma por fin
limpia, con el cuerpo por fin
sano, y al fin cenizas. Entrando a una
atmósfera desconocida, poseyendo los astros
del cielo infinito, sintiéndome, entre
ángeles, bienvenida. La espera se esfuma en
la espera, el abismo se pierde en
el abismo, todo es
sustancia y nada es materia. Pierdo mi humanidad, temores, defectos,
pecados, dolores, fracasos, soledad. Se congela por
completo la risa que enmascara
el sufrimiento y se acaba la tortura,
el martirio, el tormento. Más cerca de Dios, más lejos de la Tierra y más cerca de Dios. Se han dormido los
duendes de mis cuentos de hadas, la figura azul del
príncipe, ¡amor de mis amores!
Amor sin esperanza. Se silencia el mar y
la luna se apaga, se han dormido mis ojos
y mis palabras… en el umbral del Cielo
es Dios el que habla. Por: Zulema Aimar Caballero zulebm@hotmail.com
Perdoname, estoy llorando
y en cada lágrima estás vos,
y porque no puedo hablarte
es que le pregunto a Dios:
¿Por qué todas las cosas
son un día y otro no?
¿Por qué ayer tuve algo
que ya no tengo hoy?
¿Por qué sonreímos de a una
y no sonreímos de a dos?
¿Por qué no tengo palabras
para hacerle comprender
que no la dejo de lado,
que no la dejé de querer?
¿Por qué se acaba el silencio
y empieza el llanto a crecer?
Yo sé, Señor, es seguro
que hay algo que no está bien.
No sé si es tristeza,
no sé si es soledad;
aunque tal vez no sea cierto
siento que todo se me va.
Y me trago las palabras,
y me lleno de dolor,
¿por qué no puedo gritarle
que por ella siento amor?
Sería tan lindo decirle:
“Si vos no estás nada soy”
mas no me atrevo, se reiría
y tendría razón,
tal vez no me escucharía,
no le llegaría mi voz.
Señor, Vos sabés que yo la quiero
entonces, ¿por qué no me ayudás?
Cuando más quiero ofrecerle
es cuando le fallo más;
me equivoco, pido disculpas
y me vuelvo a equivocar.
Y me da tanta bronca
que creo que tuve maldad,
que se me nubla la vista
y me muero por llorar.
Pero, Señor, no me des vueltas
con esa historia de la edad.
Igual que yo es una niña
y nos parecemos de verdad;
queremos compañía
y sufrimos soledad.
Se pone celosa, canta,
ríe y se enoja a la par;
igual que yo es una niña
a quien no puedo ayudar.
¡Ay, Señor, estoy desahogada,
hoy sí dormiré en paz!
Siento que está a mi lado
y que no me dejará;
porque yo la necesito
como necesito tu pan;
porque necesito que me hable
para no sentirme mal.
Pero, Señor, ayudame,
pues no sé improvisar;
¿Cómo haré para decirle
lo que siento a mi mamá? Por: Zulema Aimar Caballero zulebm@hotmail.com
("Los Reyes Magos", de Ariel Ramírez y Félix Luna, por Mercedes Sosa)
Antes de que Papá Noel se
apoderara de las chimeneas e invadiera las salas de todos los hogares del mundo
(de aquellos hogares en los que la disponibilidad económica permite a los
padres dejarlo entrar), por tradición y creencias religiosas en muchos lugares
del mundo quien llegaba para dejar sus regalos a los niños era el mismo Niño
Dios. Él renacía cada 25 de diciembre en el corazón de todos y, además de su
amor infinito, dejaba otros obsequios al pie del pesebre o del árbol navideño.
Pero la alegría de los niños por
abrir sus regalos no termina el día de Navidad, porque el 5 de enero por la
noche, montados en sus camellos y saltando por las estrellas, comienzan su
viaje los tres Reyes Magos –Melchor, Gaspar y Baltasar– para dejar sus presentes
en los zapatos de los chicos “que se portaron bien durante el año”.
Claro que hay regalos y regalos.
Hay de los pequeños y de los más grandes. Y esta historia que voy a relatar es
lo que vivió Ciro, un hombre que conocí hace tiempo y que me contó cómo llegó a
su fin, cuando tenía seis años, su ilusión de los Reyes Magos.
Ciro había pedido al Niño Dios
una bicicleta. Pero el día de Navidad, cuando corrió hasta el arbolito,
convencido de que Jesús, en su infinita bondad lo había escuchado, encontró un
yoyó y un auto de carrera.
Igualmente los regalos le
gustaron y disfrutó jugando con ellos, pero al acercarse el 6 de enero decidió
reiterar el pedido a los Reyes de Oriente, a quienes escribió una carta que
decía más o menos así:
“Queridos
Reyes Magos:
Mamá y papá dicen que muy mal no me porté este año. Yo sé que los hice
enojar varias veces, pero ellos dicen que soy un niño bueno. Ya le pedí al Niño
Dios que me trajera una bicicleta, pero parece que no pudo. Como Él nació en un
pesebre, tal vez no me la trajo porque es pobre. Pero ustedes nacieron en un
palacio y seguro que son millonarios, así que les pido que me la traigan. Yo sé
que ustedes pueden, porque el año pasado se la llevaron a mi amigo Pedro. Los
quiero mucho. Ciro”.
Ciro dejó su carta en una rama del
arbolito. Cada día al levantarse y cada noche antes de acostarse controlaba que
las líneas escritas con entusiastas errores de ortografía y letras gigantescas
estuvieran allí, esperando ser leídas por los Reyes Magos.
Y al llegar aquel 5 de enero, la
familia se reunió para cenar. La mamá de Ciro cocinó pato a la naranja, sus
abuelos llevaron turrones y helados y su tío Alberto se encargó de la bebida.
Compartieron la comida deliciosa y, a medianoche, brindaron recordando cómo
aquellos tres reyes buenos, guiados por una estrella, llegaron hasta el pesebre
para adorar al Hijo de Dios.
Luego salieron al jardín y
juntaron pasto para que los camellos encontraran alimento al entrar a la casa.
Ese es uno de los momentos más hermosos de la noche de Reyes. En los jardines y
a la luz de linternas, se ven sombras en movimiento y se oyen voces de niños y
adultos que se mezclan con el verde aroma de la ilusión.
En mi caso, ese fue siempre el instante
de observar junto a mis hijas el firmamento, tratando de adivinar qué estrellas
estarían pisando los camellos para llegar a la Tierra. Un momento –tal vez uno
de los pocos en el año– en que nos deteníamos a recapacitar viendo nuestra
pequeñez frente al resto de la Creación.
Pero este relato no se trata de
mi historia sino de la de Ciro. Junto al árbol de Navidad, colocó un balde con
el pasto recogido, y su mamá acercó otro con agua para los sedientos camellos.
Respetando la tradición de “poner los zapatos”, Ciro acomodó los suyos para que
los Reyes supieran dónde depositar el regalo.
Contento, nervioso y ansioso, el
niño se acostó en su cama. Sus padres rezaron con él y le dieron un hermoso
beso de buenas noches.
“¿Vendrán los Reyes?”, preguntó Ciro.
“Yo creo que sí”, respondió su
mamá. “Debes cerrar tus ojitos y dormir profundamente para que ellos entren a
la casa”.
“¿Y cómo entran?”, quiso saber
el niño.
“Ah, no sé. Nunca los vimos…
pero son magos. Ellos saben cómo hacerlo”.
La noche estaba muy calurosa.
Una noche de verano, final de un día de clima sofocante en la provincia de
Buenos Aires. Ciro quedó tendido en la cama con su liviano pijama de algodón,
cubriéndose solamente con una ligera sábana.
“Hasta mañana”, dijeron sus
padres –Haydée y Víctor.
“Hasta mañana”, respondió Ciro,
y cerró sus ojos a fin de encontrar el sueño profundo.
Como nada, ya eran las dos de la
mañana del 6 de enero. El cuarto de Ciro estaba en el segundo piso de una casa
de construcción moderna, y tenía un amplio ventanal por el que se salía al
balcón que daba al frente.
Luego de despedir a los abuelos
y al tío Alberto, los padres del niño se acostaron y, en silencio, esperaron
que Ciro se durmiera para cumplir con el rol de Reyes Magos.
“Yo vigilo cerca de la ventana
por si se despierta, mientras tanto vos subí a la terracita para bajar la
bicicleta”, dijo Haydée.
Cada uno asumió en ese instante
su responsabilidad: Melchor, Gaspar… faltaba Baltasar quien, a juzgar por lo
que sucedió esa noche, debió estar allí para colaborar. Claro, reyes hay tres,
pero padres sólo dos.
Sobre el techo de la habitación
de Ciro había una pequeña terraza, cuya construcción no había sido terminada,
razón por la cual no existía escalera alguna para acceder a ella. Pero Víctor,
en su afán de mantener viva la ilusión del día de Reyes, trepó por la reja del
ventanal para buscar la bicicleta que había ocultado por la tarde, sabiendo que
allí Ciro no podría encontrarla.
“Tengo todo fríamente
calculado”, le había dicho a Haydée. “Cuando yo suelte la cuerda, lo único que
tenés que hacer es guiar la bici para que no choque contra la pared o el vidrio
de la ventana”.
Así las cosas, Haydée se quedó
en el balcón, en silencio y haciendo de campana. Pero tanto cuchicheo
preliminar, sacó a Ciro de su profundo sueño y, en medio de la somnolencia,
pensó: “¡Los Reyes! ¡Están los Reyes!” Y en una mezcla de ansiedad, miedo a lo
desconocido y temor porque si lo veían despierto siguieran de largo, tironeó de
la sábana y se tapó hasta la cabeza, quedando totalmente calladito, inmóvil y
con los ojos fuertemente cerrados.
Mientras tanto, fuera de la
habitación, sus padres continuaban llevando a cabo su plan estratégico. Víctor
llegó a la terraza, tomó el rodado, ató una soga al caño del asiento y empezó a
bajarlo lentamente, con tanta mala suerte que el nudo se desató y la bicicleta
se estrelló con un golpe seco contra el piso del balcón.
Haydée quedó atónita observando,
negándose a creer lo que veían sus ojos, mientras, además, Víctor gritaba:
“¡Nooooooooo!”
En ese segundo, Ciro, con su
cabeza totalmente cubierta por la sábana y fuertemente aferrado a ella, pensó:
“Los Reyes me trajeron la bici” y, simultáneamente con ese pensamiento tan
optimista, otro grito de Víctor –esta vez “Aaaaaayyyyyyyyyyyyy”– se
escuchó en todo el vecindario, mientras se desplomaba desde la terraza hasta
caer sobre el preciado regalo.
Haydée corrió a ayudarlo,
olvidándose por completo de su tarea de campana y de las tradiciones navideñas
que los habían llevado hasta ahí. Aunque Víctor trataba de callar, el dolor en
sus huesos era insoportable, y tras el grito de la caída siguió una serie
interminable e irrepetible de insultos dirigidos a Melchor, Gaspar, Baltasar,
sus respectivas madres, los tres camellos, sus ridículas jorobas y la estrella
que los había guiado hasta el pesebre hacía casi dos mil años.
Por entonces, Ciro aún no
entendía lo que estaba ocurriendo, pero al oír claramente las voces de sus
padres, asomó la cabeza sobre la sábana y presenció un espectáculo desolador:
Víctor intentaba caminar arrastrando una pierna, colgado del hombro de Haydée y
pidiéndole que lo llevara a la guardia nocturna de la clínica.
Sin decir palabra, Haydée tomó
al niño y salieron en busca de un médico.
Regresaron cerca de las siete de
la mañana. Haydée con un terrible agotamiento físico, Víctor con una pierna y
el antebrazo derecho enyesados, Ciro con una bicicleta nueva pero totalmente
torcida y con el traumático descubrimiento de que los Reyes Magos no usaban
corona, no hacían magia, no llegaban en camello y además eran considerablemente
torpes.