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Todos los textos publicados en este blog son propiedad de Zulema Aimar Caballero. Prohibida su distribución y/o publicación sin la autorización correspondiente.

24 jun 2010

Carta de una madre a sus hijas

Si alguna vez les faltara, quisiera que me recuerden con el corazón. Alegres, con ganas de vivir la vida, como si se tratara de un baile abrazadas a la persona que aman. Sonriendo y riendo en memoria de esta mamá payaso, siempre dispuesta a mostrar su mejor sonrisa, aunque por dentro la procesión fuera dolorosa.
Quiero que amen. Que amen profundamente. Porque al final, la certeza de haber amado con locura debe ser la única razón del alma para emprender un viaje sereno. Que amen a quienes las amen, pero también sean capaces de querer y ser compasivas con aquellos que no les demuestren o retribuyan cariño. Como dijo Alguien una vez: “¿Qué mérito hay en amar sólo a quienes nos aman?”
Ayuden a todos a su alrededor. Mucho más de lo que yo fui capaz de hacerlo. Sean solidarias y más generosas que yo. Vivan humildemente. Traten siempre de superarse con sus propios esfuerzos y sin pisotear a las personas. No se permitan un solo minuto de arrogancia y, cuando la humildad les haga sentir que empequeñecen, tengan la seguridad de que están engrandeciendo su corazón.
Apóyense una en la otra y creen una barrera que las defienda de quienes intenten separarlas. No tengan secretos; sean confidentes y manténganse siempre unidas, pase lo que pase. No olviden dar gracias por cada buen momento que vivan y no pierdan la fe cuando parezca que todo se derrumba.
Recuerden todo lo que les enseñé. Recuerden todos mis defectos y equivocaciones, a fin de no cometer los mismos errores. Si alguna vez sienten temor, no crean que están en falta conmigo porque les haya inculcado no tener miedo. Yo también lo siento. Sean fuertes, pero no se frustren cuando se sientan débiles. Caerán miles de veces y se levantarán miles de veces, porque están hechas con buena madera.
Amen y respeten siempre a su padre. No lo dejen solo aunque se torne insoportable. No le exijan que recuerde demasiadas cosas. No se enojen porque no baja la tapa del baño o porque no arregla a tiempo algo que se rompió. Ustedes no son yo, y les toca ser más comprensivas.
Amen y respeten a sus abuelos, ya que gracias a ellos pudieron conocerme. Pero, sobre todo, ámenlos porque ellos las aman tanto como a mí.
Sean cariñosas con su familia y sus amigos, pues ellos podrán llenar sus vacíos, darles consuelo y acompañarlas siempre. Sean cariñosas también con mis amigos. Piensen que muchos de ellos me hicieron pasar momentos realmente felices.
Les tocó ser mujeres. Sin soberbia, sepan establecer su lugar en el mundo. Reclamen respeto –sobre todo el de los hombres–; ellos son increíblemente maravillosos, pero muchas veces olvidan que llegaron a la vida a través de una mujer. Luchen por sus derechos, pero háganlo sin caer en el feminismo absurdo, pues la línea que separa los abusos de éste y los del machismo es imperceptible.
Perdonen y pidan perdón cuantas veces sea necesario, pero desde el corazón y conscientes de que se trata de reparar un error.
Si alguna vez les faltara, no quiero duelo programado para un año, un mes o una semana. Si necesitan llorarme, suelten el llanto, y sepan que el dolor terminará cuando ustedes así lo sientan. ¿Cómo me sentiría si viera que no celebran sus cumpleaños, que no se reúnen con amigos, que no disfrutan de la vida, simplemente porque la sociedad estipula que hay que aparentar tristeza? ¡Yo quiero verlas vivir! Lleven luto sólo si el color negro les sienta bien. No transgredirán ninguna ley sobre respeto si visten estampados multicolores.
Me encanta el mar, pero no quisiera salar mis cenizas en sus profundidades. Preferiría que con ellas abonaran un rosal blanco en un sitio que ustedes elijan. En cualquier lugar, excepto en un cementerio. No es que tenga algo contra los muertos. Es simplemente que los cadáveres no huelen perfumes ni admiran bellezas como las rosas blancas que tanto me placen.
Tampoco quiero flores cuando me velen. Y si los familiares y amigos se ponen pesados al respecto, propónganles un canje por alimentos para llevar a los chicos que estén sufriendo hambre.
Nunca sientan que las abandoné. Es la ley de la vida. El contrato es irrescindible e incluye esta gira como cláusula inevitable. Y, si alguna vez quieren verme, búsquenme en el cielo –no he sido tan mala como para merecer otro destino–. Busquen una estrella muy pequeña, de esas tan insignificantes que ningún astrónomo ocupó su tiempo e imaginación en bautizarla. Seguramente será una estrellita opaca, pero brillará al chocar con sus ojos.
No las dejaré solas, pues estaré siempre guiándolas y cuidándolas, ¿qué más quiero que ser su ángel? Pero mantengan abiertos los ojos, pues no sé si seré buen lazarillo.
Recuerden que fui feliz gracias a ustedes. Que llenaron mi vida. Que son lo más importante que pudo sucederme. Que me enseñaron a ser madre y a mejorar como hija. Que viéndolas crecer me enseñaron a amar la vida. Que a nadie más podría haber amado de la manera en que las amo a ustedes.
Cuídense. Sean buenas, responsables, libres. Agradezcan. Sepan elegir sus compañías. Cultiven amistades. Nunca crean que ya aprendieron todo. Luchen por sus ideales y no transen con demonios. Jamás se rindan. Llévenme siempre en su corazón.
Mamá.
Por: Zulema Aimar Caballero

22 jun 2010

Si tan sólo hoy me quisieras

Podría darte hoy los besos más dulces, las caricias más tiernas.
Podría quedarme en silencio contemplando tu belleza interna.
Con los ojos de artista, descubrir tu rostro perfecto
y con los de enamorada admirarte en cada gesto.

Podría pasar a tu lado el resto de vida que me toca,
tomar tus manos y fundir mis labios en ellas.
Escalar con mis besos y anclar en tu boca,
embriagarme con tu aliento hasta alcanzar las estrellas.
O, tal vez, quedarme quieta y, como una fiera al acecho,
sorprenderte en un abrazo que te hunda en mi pecho.

Podría dormir plácidamente acurrucándome en tu regazo,
acunada con la melodía de tu corazón exaltado,
o llegar sigilosamente cuando tú te hayas dormido
sólo para imaginar que estás soñando conmigo.

Buscarte incansablemente, buscarte donde fuera;
llamarte, escribirte, esperarte, aunque agonice en la espera;
creer que estarás en invierno y no te irás en primavera
y que por fin se haga realidad esta maldita quimera.
Complacerte a cada instante aunque complaciéndote muera,
pues morir de amor, mi vida, sí que vale la pena.

Podría darte hoy todo lo que me pidas; es cierto.
Caminar a tu lado sin decirte lo que siento,
bañarte con agua de lluvia o juntar para ti el viento,
quitar la sal de los mares y cultivar rosas en el desierto.

Llenar de amor mil papeles escribiéndote estos versos,
recostarme en la arena tibia hasta que vengas a mi encuentro,
y soñar que estoy soñando, y soñar que no es un sueño.
O simplemente esperar que sepas, mi vida, cuánto te quiero,
que un cuerpo ardiente se desviste delante de cualquiera,
pero entrega el alma desnuda sólo quien ama de veras.

Sin embargo, si hoy deseas tomar mi cuerpo únicamente,
ven deprisa y hazlo tuyo, suave y lentamente.
Abrázame sin tapujos, siénteme y enciéndete.
Si tan sólo hoy me quisieras, te amaría eternamente.


Por: Zulema Aimar Caballero
zulebm@hotmail.com

Novia celendina

Bajando por la verde ladera serrana
como cada noche, iniciaba su rutina,
cargando solamente la esperanza insana
bajo el viejo sombrero de paja toquilla.

Enlazado entre sus dedos, el perfume de su amada
persistía en el rosario de la Virgen del Carmen,
que sujetaba fuertemente mientras recordaba
cuando el pueblo exclamaba: ¡Que los novios siempre se amen!

Rezando en silencio a María Santísima
y con la mirada clavada en el cielo,
detenía su andar frente a La Purísima
y se persignaba buscando consuelo.

A la Virgen del Rosario pedía un milagro,
al Señor de los Milagros rezaba un rosario,
y recitaba también en ese ritual sacro
para la Virgen del Carmen, un escapulario.

Y cruzaba la plaza con paso cansado y lento,
y se sentaba en silencio, sólo para aguardar
que su amada volviera, que la devolviera el viento,
que pudiera verla pura, de pie junto al altar.

Y cuando en el Valle de Llanguat el alba despuntaba
y junto al cerro Jelij el río empezaba a murmurar,
emprendía el regreso mientras maldecía y lloraba
aferrándose al recuerdo de aquella que prometió amar.

Aquella que en su barca, una tarde de amor profundo,
cuando el sol iluminaba el río Marañón
perjuró que a nadie más adoraría en este mundo
y apasionadamente entregó su corazón.

La dulce shilica que en la noche de boda,
bajo el cielo estrellado de su Cajamarca natal
dejó caer su rosario, su velo y su honra
al huir con el forastero hacia la gran capital.


Por: Zulema Aimar Caballero

zulebm@hotmail.com

Su secreto


Su tibia sonrisa clavaba en el centro de tu alma;
no dejabas de mirar esa boca;
la sonrojaste de manera loca;
sudaron sus manos y fingió no perder la calma.

Sintiéndose descubierta, guardó la compostura;
bajó la vista, inclinó su cabeza.
Y eso fue peor, ¡despertó su belleza!
Tan inocente frente a ti, con su esencia desnuda.

Y a partir de ese día esperó el milagro precioso
de escuchar tu voz, de sentir tu piel,
darte sus labios con sabor a miel,
uniendo dos corazones en abrazo fogoso.

Yo conozco el secreto que calla y mantiene preso;
siente pudor, no habla, teme decirlo;
¿tan grave pecado será vivirlo?
Ella desea con locura que le robes un beso.


Por: Zulema Aimar Caballero
zulebm@hotmail.com

Te quiero tanto

Amigo mío, mi dulce confidente, hoy te extraño tanto.
No puedo prescindir de tus ojos de miel rastreando los míos,
y en la distancia busco la tierna mirada y todo su encanto
que en mágico cruce con mis dos luceros descubre sigilos.

Secretos ocultos que mis propias entrañas han silenciado
y sólo tú, cual sabueso abocado a encontrar en mi suspiro
la verdadera razón de mi llanto en cada momento aciago,
logras conocerla y sacarla a la luz cada vez que te miro.

Amigo mío, fiel compañero, hoy no estás y, aunque lo intento,
¿cómo no añorar tu cálida mano, tus abrazos, tus besos?
Te fuiste tan solo y quedé tan vacía, casi sin aliento.
Partiste aquel día dejándome aquí, con mis pálidos versos.

Sigo esperando y deseando que vuelvas de mares y desiertos.
Como antes, sentir que soy parte de tu risa y tú de mi canto;
pues tu amistad me da vida y puedo gritar a los cuatro vientos
que yo soy tu amiga, que tú eres mi amigo y que te quiero tanto.


Por: Zulema Aimar Caballero
zulebm@hotmail.com

Conciencia

La vida me enseñó que amamos a nuestros padres con el alma,
pero nunca de la manera en que ellos nos aman,
y ese amor sólo se asemeja al que sentimos por nuestros hijos.
Que la voz de nuestros padres siempre es una molestia
hasta el día en que lo molesto comienza a ser no oírlos,
y escucharlos se transforma en una necesidad vital.

La vida me enseñó la bendición que es tener abuelos,
que los hermanos pueden ser los mejores amigos,
pero un amigo no suple totalmente a un hermano.
Que el egoísmo es la tierra fértil en donde se desarrolla la soledad;
que la generosidad debe ser sincera
y la sinceridad el basamento para cualquier relación verdadera.

La vida me enseñó que el tiempo pasa inevitablemente
y hay que permitir que siga su curso.
Que se puede recordar el pasado, pero no volver a él.
Que se puede imaginar el futuro, mas hay que ser paciente para conocerlo;
y que hay que dejar que pase el tiempo,
pero nunca dejar que pase la vida.

La vida me enseñó a desconfiar de quien mucho habla y poco escucha,
y que en una discusión a veces es prudente callar
sin que eso signifique otorgar la razón.
Que mis labios pueden dar los besos más sentidos
con la misma pasión que pueden decir las más horribles ofensas,
y que pueden curar una herida tanto como ocasionar un daño irreparable.

La vida me enseñó que entre todas las herramientas
mis manos ocupan un lugar de privilegio,
puesto que con ellas puedo hacer maravillas.
Que soy afortunada por poder ver y que de nada servirían mis ojos
si no repararan en el corazón de las personas.
Que es una suerte tener piernas hermosas, sólo si mis pies dejan huellas en el camino.

Que podrían cortarme hoy los brazos,
mas nunca me quitarían la felicidad
de haber acunado en ellos a mis hijas y sobrinos.
Que es mejor pensar y volver a pensar
antes de dejarse llevar por impulsos,
sean propios o ajenos.

La vida me enseñó que el miedo paraliza
y que no puedo dejar de sentirlo,
sobre todo cuando se trata del bienestar de mi familia.
Que cuando hay hambre no hay pan duro,
pero cuando el hambre es de justicia
sólo la justicia puede saciarlo.

Que la memoria no reside sólo en un lugar de la mente,
sino también en un rincón del corazón a donde la senilidad no llega.
Que las heridas físicas se curan, pero un alma herida difícilmente cicatriza.
La vida me enseñó que existe un Dios que se apiadará de mí,
aunque hoy me pese vivir pagando por mis errores.
Que tengo el derecho de equivocarme y el deber de aprender de mis desaciertos.

Que ser perdonado conforta y perdonar enaltece;
que una crítica constructiva siempre debe ser aceptada
y que es más fructífero aconsejar que juzgar, alentar que desmoralizar y socorrer que abandonar.
La vida me enseñó que hay un momento para todo
y a cada uno hay que aprovecharlo al máximo.
Que prefiero reír a llorar, ser a tener, seguir a dejarme estar.

Que soy feliz recibiendo flores y que definitivamente
si van a regalármelas, debe ser hoy, que estoy viva.
No me hará feliz verlas marchitarse en una corona fúnebre.
Que tengo quien me acompañe, me proteja y me ame
y tengo a quien acompañar, proteger y amar.
Que el viento a veces sopla muy fuerte, pero edifiqué sobre roca.

La vida me enseñó a expresarme con franqueza,
que puedo llorar arrepentida cuando no di suficiente
o llorar de bronca si no pude dar más.
Que debo ayudar sin esperar recompensa.
Que no es bueno resignarse o renunciar,
y que el espíritu se tranquiliza cuando acepto lo que no puedo cambiar.

Que convivir conmigo misma es un verdadero desafío.
Que me hace bien sonreír y reír a carcajadas,
y que soy feliz cuando logro hacer reír a alguien.
Que puedo sentir cómo pasan los años,
que cada arruga tiene su historia e inicié una amistad con ellas,
llamándolas cariñosamente “líneas de expresión”.

La vida me enseñó a creer en el amor.
Que es mejor vivir perdonando, que ser esclavo del rencor.
Que los cínicos y soberbios sólo son dignos de lástima.
Que tanto merezco un castigo como ser perdonada de corazón.
Que habiendo perdido todo, puedo volver a empezar de cero.
Que puedo levantarme de mis caídas porque nada derrumbó mi fe.


Por: Zulema Aimar Caballero
zulebm@hotmail.com

Rima 35

Vi desde mi ventana la figura
de tu cuerpo cansado, fatigado.
Y en esos ojos dulces de ternura,
reflejado un corazón lastimado.

Acompañaban tu triste mirada
pisadas inertes y desidiosas,
y en medio de tu marcha desganada
ideabas expresiones tediosas.

Percibí la angustia que causa el tiempo,
que curte el alma y la hace estallar.
Y cómo llevabas tu vista al cielo
tragando aire para poder andar.

Tus propias huellas pisabas en vano;
lentamente avanzabas sin razón.
La brisa movía el cabello cano,
blanco de años y gris de desazón.

En un longevo banco de madera
dejaste derrumbar tu cuerpo umbrío,
tomaste fuertemente tu cabeza,
y lloraste en el amanecer frío.

Pequeños jugando a tu alrededor,
parejas caminando de la mano,
dejaban en la brisa su fervor
y sin verte, pasaban a tu lado.

Mas yo observaba desde mi ventana
indiscretamente, y me avergoncé
por violar de manera descarada
esa privacidad que te robé.

Esa intimidad tuya ahora era mía;
yo la entendía y la sentía mía.
Tras el opaco cristal la sufría,
y decidí quitártela de encima.

Impulsada por una extraña fuerza,
un impulso del cual no me arrepiento,
sudorosa, escapé de mi corteza
con el temor de no llegar a tiempo.

Mi corazón saltaba acelerado
y enseguida frente a vos me encontré.
Con cierto reparo tomé tu mano,
la apoyé en mis labios y la besé.

Te sorprendiste y, sin decir palabra,
buscaste en mis ojos la explicación.
Y ante la caricia de mi mirada
el milagro hizo su aparición.

Y estamos hoy recordando el pasado,
evocando ese día en que te vi
y creí que yo te había salvado
cuando en verdad vos me salvaste a mí.


Por: Zulema Aimar Caballero
zulebm@hotmail.com

¡Qué cosa es el amor!

¡Qué cosa maravillosa y loca es el amor!

No avisa al llegar entre ilusiones y sueños
ni pide permiso para acercarnos calor.
Enciende una llama dejándonos perplejos
y a la sombra de Cupido se convierte en flor.

¡Qué cosa maravillosa y loca es el amor!

Camina sin prisa disfrutando el momento,
o con paso apurado, si quiere conseguir
de unos tímidos labios un gran juramento,
de una dulce mirada un sueño para vivir.

¡Qué cosa maravillosa y loca es el amor!

Entre rayos de luna o montando un cometa,
sin que nadie lo llame irrumpe en un corazón.
Le murmura al oído, le habla, lo alimenta,
improvisa versos o compone una canción.

¡Qué cosa maravillosa y loca es el amor!

En caricias suaves aparece de día,
en horas de penumbra se transforma en pasión;
y cuando la metamorfosis llega al clímax,
convertida en fuego, el alma borra la razón.

¡Qué cosa maravillosa y loca es el amor!

Como se hace risa también torna en cansancio
y se oculta en el aire para no lastimar;
en silencio o gritando, veloz o despacio
abandona su curso como una ola del mar.

¡Qué cosa maravillosa y loca es el amor!

Y la dulce melodía se hace macabra,
pierde todo su encanto, su gloria, su verdad.
Se oculta en los gestos, se esconde en las palabras,
desvanecida en la brisa o en una tempestad.


Por: Zulema Aimar Caballero
zulebm@hotmail.com

Rima 30

Cierra sus ojos sintiendo mi cuerpo;
yo cierro los míos sintiendo su alma.
Me besa con besos de un amor muerto;
besa sin pasión en la noche calma.

Cierra sus ojos y cierro los míos
y la muda noche se vuelve escarcha.
Espero que hable en el silencio frío
y la helada espera mi pena ensancha.

Abre los ojos y yo abro los míos;
mi mirada implora su voz escuchar.
Mas tiene apretados sus labios impíos;
no emite sonido, decide no hablar.

Con un parpadeo me esquiva de lleno;
yo busco un secreto oculto en la cama.
Y aquello sublime se torna veneno
al ver que no puede decir que me ama.

Y con cada luna su actitud me hiere;
abrazo mi almohada y me pongo a llorar.
Pues pienso y comprendo que sólo me quiere,
mas nunca en su vida me volverá a amar.

Por: Zulema Aimar Caballero

zulebm@hotmail.com

Como las olas

Ella tuvo un mal día. A decir verdad, tuvo malas semanas, pésimos meses y, cuando por fin creyó que su vida empezaba a acomodarse, él llegó como en muchas otras oportunidades.
Ella se preparó para lo peor, porque reconocía el ruido de la llave en la cerradura. Cuando llegaba alterado, demoraba en embocar la llave y sacudía el picaporte hacia arriba y abajo violentamente.
Ella comenzó a temblar, pero no se movió de la silla que la mantenía frente a su diario íntimo.
Él abrió la puerta, entró, la cerró de un portazo con su pie y la aseguró con el cerrojo. Observó por la mirilla a fin de cerciorarse de que en el palier no había nadie.
Ella lo vio acercarse y lo miró con ojos suplicantes, pero él apoyó sobre la mesa el maletín negro, la llave del automóvil y la botella de güisqui que acababa de comprar y aun conservaba el envoltorio de la licorería. Se paró frente a ella y levantó enérgicamente su brazo. Sin decir palabra despachó su ira contra la persona a quien decía amar. Luego se perdió por el pasillo que llevaba a su dormitorio.
Ella pudo llegar hasta el sillón de la sala y allí permaneció hasta que por fin el sueño la venció. Despertó cerca de las diez de la mañana. Soportando el dolor de sus huesos caminó lentamente hasta la habitación, aquella que tiempo atrás había cobijado horas de continuo amor. Sobre la mesa de noche estaba la botella de güisqui vacía. La cama era un revoltijo de sábanas. Él no estaba. Tampoco su llavero de la casa, ni las llaves del auto, ni su maletín. Abrió el closet y no vio el bolso de viaje. Él había empacado algo de ropa.
Ella respiró por un segundo con cierto alivio. Fue hasta el cuarto de baño, vio en el espejo el reflejo de su rostro castigado y, como tantas otras veces, demoró en reconocerse a sí misma. Limpió la sangre de una herida y refrescó con agua su cara morada. Del botiquín tomó un frasco con píldoras. Luego entró a la cocina y se sirvió un vaso de agua. Caminó hasta el sillón de la sala y se sentó con la convicción de tragar las veinte píldoras del frasco. Alguien golpeó la puerta y de muy mala gana se levantó para atender.
Una voz dijo: “Soy tu vecino de arriba. No abras ahora si no quieres. Puedo imaginar en qué estado te encuentras. Es una hermosa mañana de domingo y te llevaré a pasear. Pasaré por ti en una hora. Mi auto tiene vidrios oscuros, nadie te verá, excepto yo. Puedes confiar en mí”.
Sin decir palabra, ella acercó su ojo a la mirilla. Por unos segundos, él se quedó esperando una respuesta. Luego insistió: “Vendré por ti”, y se fue.
Ella miró el frasco de píldoras. Ya no estaba decidida a ingerirlas. Pensó si estaría soñando o si aquella persona que parecía saberlo todo sería su ángel de la guarda. Fue hasta el botiquín y dejó ahí el frasco. Buscó en el viejo ropero una blusa y un pantalón vaquero y se vistió. Cepilló su cabello y en vano intentó disimular con una pomada las marcas moradas de su rostro.
Volvió a sentarse en aquel sillón que parecía acostumbrado a sostener ese cuerpo fofo y casi moribundo. Recostó su cabeza y se quedó inmóvil viendo una araña que tejía su tela en el techo. Pensó: “No la molestaré. Que viva su vida”. Levantó sus brazos y observó sus manos envejecidas a la fuerza, ásperas y con telarañas de la edad que se le había caído encima. Una lágrima se deslizó desde su ojo y rodó hasta perderse en su cuello. Con una mano secó el húmedo surco que aquella gotita había marcado. Cerró los ojos y esperó.
Unos minutos después llamaron a la puerta. Era su vecino de arriba. Apenas abrió, él extendió su mano y le entregó una rosa pálida. Ella la aceptó agachando la cabeza, tratando de esconder en ese gesto su timidez, la vergüenza por la situación que atravesaba y la fealdad de su rostro maltratado.
“No debes temer”, dijo él. “Soy solamente un vecino. Necesitas un amigo, tanto como yo necesito una buena amiga. Te llevaré a ver el mar”. Ella asintió sin levantar la mirada. Subieron al automóvil y en no más de quince minutos él detuvo el auto en un rincón solitario de la costa, desde donde el inmenso océano llenaba la vista y el alma de cualquiera que se parara frente a él.
“Mira”, le dijo. Y fue la primera vez que ella levantó la mirada, contemplando el infinito. Era tan maravilloso el espectáculo que se presentaba ante sus ojos que, olvidando su apariencia, se quitó las gafas oscuras para apreciarlo en su aspecto real. Luego se volvió hacia él y preguntó: “¿Qué sabes de mí?” Él respondió: “Todo lo que las paredes cuentan y lo que dicen tus ojos cuando nos cruzamos en el ascensor del edificio. Tienes que entender que no eres tú quien debe sentir vergüenza. Por tu bien, saca fuerzas de donde sea para poner fin a lo que estás padeciendo”.
Ella lloró y quiso ponerse de nuevo los anteojos, pero él le tomó la mano, diciendo: “Vuelve a mirar. Así, como el mar, es nuestra vida. Tenemos los mejores momentos, en los que nos sentimos realmente dueños de la vida, la gozamos, la vivimos plenamente, le sonreímos porque nos sonríe. Y cuando estamos allí arriba, seguros de todo, caemos precipitadamente, nos golpeamos, quedamos desarmados, destruidos. Somos agua que forma olas, igual que el mar. En el mejor momento, la cresta más alta cae con tanta fuerza que al bajar se golpea con las piedras, una y otra vez, dejando sólo partículas de lo que fue. Pero luego, el mismo empuje que da el dolor, saca las partículas a flote hasta formar nuevamente una ola. ¿Comprendes?”
Ella asintió con la cabeza y él agregó: “Si te golpeas contra las piedras aun puedes vencer el dolor y salir adelante. No te escurras en la arena, sal a flote como las olas”.
Permanecieron en silencio un buen rato. Él la invitó a caminar por la costanera en aquel paraíso solitario y ella aceptó. Él logró que ella hablara. Ella logró comenzar a curar su corazón herido y descubrir en este vecino el valor de la amistad.

Por: Zulema Aimar Caballero

El Ñato de Siete Palmas

Otra vez afuera. Uno de los flagelos de la sociedad. Primero porque es menor, así que entra por una puerta y sale por la otra; después porque las pruebas no son suficientes, entonces sale por falta de mérito; más tarde se fuga por causa de la ineptitud de quienes lo custodian.
La última vez que el Ñato cayó preso fue gracias a la astucia y valentía de don Lorenzo, el carnicero del pueblo. Después de atender a su última clienta, bajó la cortina y estuvo alrededor de una hora limpiando el local a fin de dejarlo impecable para el día siguiente.
La radio estaba encendida. Le encantan los boleros y a esa hora pasaban unos cuantos en la estación local. Con el volumen bastante alto, don Lorenzo sólo tenía oídos para la música.
Durante todo el día no se había hablado de otro tema. Todos los clientes comentaban acerca del veredicto final que dejó en libertad al Ñato. El vecindario entero anhelaba verlo colgado en la plaza –pena que las autoridades habían prometido en caso de encontrarlo culpable.
Al terminar el aseo, el carnicero apagó las luces y salió por la puerta de atrás, que comunicaba con el fondo de su casa. Ya en el patio se dio cuenta de que la radio había quedado encendida, así que volvió sobre sus pasos hasta el local. Al entrar vio un cuchillo en el piso. Apagó la radio y salió del lugar corriendo a buscar ayuda. No podía ser sino el Ñato que, recién salido de la prisión, volvía a hacer de las suyas.
La policía llegó rápidamente. Registraron todo el local y la vivienda anexa. Julia, la esposa de don Lorenzo, estaba pálida del susto y comentó que había visto una sombra cerca de la ventana, con lo cual concluyeron que el delincuente había escapado de nuevo.
Esa noche, después de que los oficiales se fueron, el carnicero cenó con su mujer, quien alrededor de las once sintió sueño y fue a su habitación. Pero él no la acompañó, porque intuía que el cretino volvería para llevarse lo que no había podido.
Hasta la madrugada hizo guardia sentado en una silla con su vieja escopeta en la mano. Ya el sueño lo vencía cuando escuchó ruidos en el pequeño porche de la entrada. Sigilosamente y siempre apuntando con la escopeta se asomó, pero no había nadie. Salió hasta la vereda, pero no vio nada en toda la cuadra, excepto las luces de algunas casas vecinas que se encendían.
Don Lorenzo pensó que pronto sería hora de abrir su negocio y no había descansado. Al entrar nuevamente, observó que la cortina de la ventana de la cocina se movía, y la bolsa con la recaudación del día –billetes y monedas ganados con el sudor de su frente y que había dejado sobre la mesa– ya no estaba ahí.
Gritando desesperadamente echó a correr como un desaforado, cargando su arma. Saltó la cerca del frente y llegó a la esquina, donde vio alejarse la silueta del Ñato y su bolsa bamboleándose a toda velocidad.
De pronto el forajido frenó, se dio vuelta y con el aire altivo de quien gana una nueva batalla miró al carnicero, quien para sus adentros juró que no huiría. Levantó la escopeta, apuntó y disparó. Le dio en el trasero. El Ñato gritó, se tambaleó y logró perderse en la bocacalle; él, junto con su botín.
Por más que don Lorenzo siguió sus pasos mientras revisaba con atención si la bolsa había caído por alguna parte, nada encontró, salvo unas cuantas gotas de sangre.
Con el escándalo de los disparos y las corridas, los vecinos dieron aviso a la comisaría, y la patrulla salió a rondar por la zona. Ya cuando don Lorenzo estaba abriendo la carnicería, un oficial de policía llegó para informarle que el Ñato se encontraba detenido. Lo habían encontrado en un callejón, con una profunda herida en la nalga y la bolsa robada. El ladrón permanecería incomunicado hasta que estuviera repuesto de su herida. Luego de entregarle la bolsa con el dinero, el oficial se despidió y el carnicero se dispuso a trabajar.
El espíritu vengativo del Ñato era archiconocido en el pueblo y don Lorenzo debió soportar todo el día las advertencias y consejos, no sólo de su esposa sino de toda la clientela que entró a comprar o a enterarse de las novedades y compadecerse de la pobre víctima. Todos le recordaban que no debía fiarse de la detención, ya que si esta vez como las anteriores la justicia no encontraba pruebas fehacientes que probaran la culpabilidad del bandido, lo absolverían declarándolo inocente.
Don Lorenzo intentaba mostrarse optimista, y pensar que en esta ocasión no se saldría con la suya. A diario caminaba desde su casa hasta la comisaría para averiguar si aún se encontraba convaleciente e incomunicado. El comisario lo tranquilizaba, afirmando que en cuanto el Ñato se repusiera le avisarían e iniciarían el proceso. Y don Lorenzo regresaba caminando a su casa sin pena ni gloria, pensando en la desgracia de su pueblo cargando con semejante maleante a cuestas.
El departamento de Pilcomayo contenía algunas localidades que se encontraban en lento crecimiento, como la ciudad de Clorinda. Pero Siete Palmas no era el caso. Siete Palmas continuaba siendo un pequeño pueblo en donde todos sus habitantes se conocían casi como si fueran familia.
Una carnicería –la de don Lorenzo–, una verdulería y frutería, una pequeña despensa en la que se podía comprar pan fresco y leche traída directamente de los tambos y el gran almacén, surtido con comestibles enlatados y vinos, y en el cual además se conseguía desde un alfiler hasta algún repuesto para automóviles constituían la franja comercial de la pintoresca localidad formoseña.
Esto no era porque Siete Palmas se hubiera quedado estancado en la Historia, sino porque la población era poca y tan solidaria que si alguien viajaba a la ciudad entre todos procuraban hacer correr la noticia, a fin de que quien necesitara algo pudiera encargarlo.
Para nada se habían quedado en el tiempo, viviendo en la Edad de Piedra, como cierta vez dijo socarronamente un peregrino de la ciudad de Formosa con ánimo de ofender a los pueblerinos. Es que realmente vivían en una tranquilidad absoluta, no necesitaban más de lo que poseían y no estaba en sus planes la construcción de grandes edificios o carreteras. Todo el pueblo era feliz así. No anhelaban que algún “abombado” –como ellos solían decirles a los metidos de la gran ciudad– fuera a tratar de convencerlos en nombre del progreso. Además ya habían visto cómo en pueblos vecinos algunas empresas constructoras les habían chupado la sangre con excusas progresistas, quedándose con buenos lotes comprados por nada y levantando edificios que quitaban a esos lugares todo el encanto que estaban conservando a lo largo de los años.
En Siete Palmas nadie quería saber nada de eso. Todos estaban felices y muy tranquilos, hasta que un día comenzaron los saqueos. Prácticamente de la noche a la mañana el pueblo conoció la angustia de la inseguridad. La incertidumbre, el nerviosismo y el temor se instalaron en cada uno de sus habitantes. Parecía que a todos les llegaría el turno, porque cada mañana se sabía de una nueva víctima.
Un delincuente, adicto a las pertenencias ajenas, un ladrón miserable llegó para entorpecer la paz. Dinero, ropa, comida, juguetes… ¡ni los niños se salvaban!
La gente empezó a desconfiar y, como primera medida, muchos levantaron cercas más altas, otros enrejaron el perímetro de su vivienda, algunos colocaron espejos en las ventanas, a fin de observar quién pasaba por la vereda.
Durante casi dos años los vecinos vivieron esperando ser robados. Muchos lo fueron varias veces, y era imposible detener al malviviente. Pero un día –un día que se recordará siempre en el pueblo– la justicia lo atrapó con las manos en la masa. En el momento en que salía del gran almacén, cargado de mercadería como para abrir una sucursal, el Ñato debió rendirse ante el oficial Belindo Gutiérrez, que lo capturó y llevó detenido.
Para alegría de los pobladores, el Ñato no pertenecía a Siete Palmas. Era oriundo de la provincia de Tucumán –dato que alguien proporcionó y nadie puso en duda– y se había alejado de su tierra en busca de aventuras hacía casi tres años. Nunca pudo darse con el paradero de su familia y, puesto que era menor de edad y ateniéndose al reglamento del “Centro de protección al individuo menor”, la justicia ordenó dejarlo en libertad.
Esa fue la primera de tantas veces que el Ñato entró a la comisaría con la cabeza gacha y salió de ella triunfante. A partir de ese día, otros arrestos tuvieron lugar siendo aún menor.
El pueblo soportó mucho tiempo hasta que el forajido fue mayor de edad. Pero desde entonces comenzó a transitar un nuevo calvario, ya que el Ñato hacía su trabajo tan impecablemente que nunca se encontraban pruebas para condenarlo.
Esto ocurrió hasta aquella noche en que don Lorenzo le disparó. Esta vez la justicia tenía al criminal y todas las pruebas. Esta vez no se saldría con la suya, al menos era lo que casi todos creían.
Sin embargo, el Ñato demostró ser, además de todo, un profesional del escape. Cuando se curó la herida causada por el disparo de escopeta, huyó del calabozo tan prolijamente que hasta los más damnificados reconocían que su habilidad era digna de aplaudir.
Otra vez volvió el estado de alerta al pueblo que, harto de tolerar lo realmente intolerable, decidió hacer justicia por mano propia. Los más audaces permanecían las noches en vela, armados para defenderse o atacar, tal como don Lorenzo lo había hecho. Otros se comprometían a dar la alarma cada vez que notaban algo sospechoso.
Llamó la atención que por más de dos semanas el Ñato no volvió a las andadas. Pero, si bien en ese lapso no hubo que lamentar daños, los sietepalmenses no recuperaron su vida calma, ya que vivían con el corazón en la boca aguardando un mal acontecimiento. Especialmente el carnicero, que esperaba una represalia.
Los delitos del Ñato y su fama como evasor de la justicia se conocieron en otros lugares. Localidades como Clorinda, Laguna Blanca, Tres Lagos hablaban del bandido, e inclusive los niños tejían historias o inventaban juegos de perseguidores y perseguidos, en los que el paladín tomaba el nombre del buscado ladrón.
Mientras esto ocurría en las afueras, Siete Palmas vigilaba sin respiro. Los días parecían más cortos y las noches eternas. No obstante los vecinos persistían en la tarea que habían emprendido. No bajaban los brazos, pues sabían que tarde o temprano el desgraciado iba a reincidir.
Y así ocurrió un 15 de noviembre a plena siesta. Alrededor de las dos de la tarde, cuando el sol rajaba la tierra y el pueblo entero descansaba luego del almuerzo, Verónica entró al local de su abuelo. Era una niñita de seis años, nieta de don Lorenzo. Todos los días mientras los mayores dormían la siesta, ella tenía permiso para jugar en la carnicería que –a decir verdad– era el lugar más fresco de la casa. Su abuelo dejaba abierta la puerta del fondo que comunicaba con la vivienda, y ella pasaba un buen rato jugando a la vendedora.
En silencio absoluto la tarde, lo único que se escuchaba era el suave parloteo de Verónica que, como si hablara con alguien, se preguntaba y respondía solita, imaginando que era cliente y vendedora a la vez.
Sigilosamente, por el tragaluz del techo se deslizó la extraña figura del peligro. Antes de que pudiera tocar algo del local, la niña gritó con todas sus fuerzas y, apuntándole con una pistola, el malhechor vio aparecer a don Lorenzo. Para sorpresa de éste, no se trataba del Ñato, sino de otro ladrón que quiso sacar ventaja de la situación que se vivía en el pueblo por su causa. Era muy fácil robar, ya que mientras no lo vieran, el único sospechoso sería el famoso Ñato.
Pero la sorpresa no terminó allí. En el mismo instante en que el carnicero era obligado a arrojar su arma, una ráfaga pesada se abalanzó contra el delincuente, quedando fuertemente prendido a su rostro con sus garras. La pistola cayó al suelo y don Lorenzo corrió a abrazar a su nieta. Buscó su escopeta y disparó al aire. El Ñato seguía encima del ladrón, que yacía en el suelo sin poder moverse.
Gracias al disparo, llegaron vecinos y policías. El malviviente fue llevado a la comisaría y el Ñato recibió los aplausos y agradecimiento de la población, que no dejaba de acariciarlo por haberle salvado la vida a Verónica.
El temible gato persa quedó acurrucado en un rincón, hasta que la niña fue a hablarle. Se notaba que tenían una relación muy amistosa. Tras las preguntas de su abuelo, Verónica contó que hacía mucho tiempo que “Gatito” –como ella lo llamaba– era su mejor amigo, y que muchas veces conseguía objetos para jugar o algo para comer juntos.
Ese 15 de noviembre los vecinos nombraron al Ñato “Protector de los niños”, y encomendaron a un artista la realización de una escultura que fue plantada en medio de la plaza. Ese 15 de noviembre don Lorenzo comprendió que aquél que había sido su gran enemigo, era un fiel amigo y guardián de la comunidad. Permitió que se quedara en su casa, adoptándolo como mascota. Desde ese día el gato persa dejó de robar, pues podía conseguir lo que quisiera con una mirada tierna o rozando su cuerpo velludo en las piernas de quienes tiempo atrás habrían sido sus víctimas. Desde ese día la tranquilidad volvió a reinar en Siete Palmas.


Por: Zulema Aimar Caballero

¿Mano a mano?

En el año 1923, Celedonio Flores escribió la letra del tango "Mano a mano", al que Carlos Gardel y José Razzano pusieron música. Hoy, inspirada por una realidad padecida por la gran mayoría de los argentinos, realizo una nueva versión de dicho tango, llamándola simplemente "¿Mano a mano?".

Debido a la cantidad de términos lunfardos, dejo a continuación una lista con el significado de los mismos.
El "lunfardo" es una jerga utilizada en la región del Río de la Plata (Argentina y Uruguay), aunque con el transcurso de los años muchos de sus vocablos han sido adoptados en otros países de América latina.
El lunfardo más cerrado comenzó como lenguaje en las cárceles, entre los presos, para que los guardias no entendieran lo que hablaban.
Muchas expresiones surgieron de la mezcla entre las lenguas de inmigrantes, principalmente italianos y españoles, y de la influencia de términos gauchescos. También componen el lunfardo los términos hablados al revés (gotán, por tango) o mezclando sus sílabas o letras (lompa, por pantalón).

En el tango "Mano a mano", encontramos:
Rechiflado: enloquecido, perturbado.
Bacán/a: que está en buena posición económica.
Remanye: perspicacia.
Percanta: mujer, amante.
Gambetear: esquivar.
Morlacos: dinero.
Otario: tonto, cándido.
Marchanta: arrebatiña.
Mate: cabeza.
Gavión: burlador que seduce a las mujeres.
Milonga: cabaret, baile, festín.
Milonguera: joven cabaretera.
Acamalar: acaparar, proteger, atrapar, asir, ahorrar mezquinando.
Abrirse: apartarse, desviarse, hacerse a un lado.
Cafisho: gigoló, vividor.
Piantar: quitar, dejar.
Chanta: informal, tramposo.

Mano a mano
Rechiflado en mi tristeza, hoy te evoco y veo que has sido
en mi pobre vida paria sólo una buena mujer.
Tu presencia de bacana puso calor en mi nido,
fuiste buena, consecuente, y yo sé que me has querido
como no quisiste a nadie, como no podrás querer.

Se dio el juego de remanye cuando vos, pobre percanta,
gambeteabas la pobreza en la casa de pensión.
Hoy sos toda una bacana, la vida te ríe y canta,
los morlacos del otario los jugás a la marchanta,
como juega el gato maula con el mísero ratón.

Hoy tenés el mate lleno de infelices ilusiones,
te engrupieron los otarios, las amigas, el gavión.
La milonga entre magnates con sus locas tentaciones,
donde triunfan y claudican milongueras pretensiones,
se te ha entrado muy adentro, en tu pobre corazón.

Nada debo agradecerte, mano a mano hemos quedado;
no me importa lo que has hecho, lo que hacés ni lo que harás.
Los favores recibidos, creo habértelos pagado,
y si alguna deuda chica sin querer se me ha olvidado,
en la cuenta del otario que tenés se la cargás.

Mientras tanto, que tus triunfos, pobres triunfos pasajeros,
sean una larga fila de riquezas y placer,
que el bacán que te acamala tenga pesos duraderos,
que te abrás en las paradas con cafishos milongueros
y que digan los muchachos: “es una buena mujer”.

Y mañana, cuando seas descolado mueble viejo
y no tengas esperanzas en tu pobre corazón,
si precisás una ayuda, si te hace falta un consejo,
acordate de este amigo que ha de jugarse el pellejo
pa´ ayudarte en lo que pueda cuando llegue la ocasión.


Por: Celedonio Flores


¿Mano a mano?
Rechiflada en mi pobreza hoy te evoco y veo que has sido
en mi vida de argentina peor que una mala mujer.
Tu soberbia y tu arrogancia llevó a la ruina a mi nido,
fuiste pérfida, indecente y a tu pueblo no has querido,
como no quisiste a nadie, como no podrás querer.

Se dio el juego de remanye cuando vos, hábil y chanta,
nos dejabas en la calle y aumentabas tu pensión.
Hoy sos toda una bacana, la vida te ríe y canta,
los morlacos de tu pueblo los usás y se nos piantan,
sos un gato distinguido, sos un gato de salón.

Hoy tenés tus arcas llenas de millones y millones,
engrupiste a todo el mundo, hasta al gil que te votó.
La milonga entre tiranos con sus locas tentaciones,
donde triunfan mandatarios con sus viles pretensiones,
se te ha entrado muy adentro, en tu duro corazón.

Nada hay que agradecerte, en la lona hemos quedado,
no te importa lo que has hecho, lo que hacés ni lo que harás.
Qué favor habrías hecho quedándote a un costado
y dejando que gobierne alguien más capacitado
y que no es precisamente el que te puso adonde estás.

Mientras tanto tus fracasos nos hicieron agujeros
y sólo a vos te llenaron de riquezas y placer.
El bacán que te acamala es tan vil, tan embustero
y te empuja pa´ codearte con maleantes patoteros.
Ya no pueden engañarnos, sos una mala mujer.

Y mañana, cuando seas descolado mueble viejo
y lo único que quieras sea amor y comprensión,
si precisás una ayuda, si te hace falta un consejo,
ni se te ocurra pedirlo, mejor andate bien lejos
con todo lo que robaste aprovechando la ocasión.

Por: Zulema Aimar Caballero

Aire de zamba

Lluvia que mojas mi rostro
tallando surcos sobre mi piel,
te mezclas con la sal
de las lágrimas que pierdo por él.

Luna de mi noche triste
desde lo alto te burlas de mí,
deja ya que las estrellas
siembren luz de esperanza en mi amargo vivir.

A dónde se fue su sonrisa
y su dulce mirada a quién contemplará.
El viento me habló al oído
y me dijo que él ya no volverá.

Lagos, arroyos y ríos
hoy cruzo buscando el eco de su voz.
Pero me dicen las aguas
que el sino caprichoso se lo llevó.

Por qué, si yo lo amaba,
por qué, si él me quería también,
enredándose en una falda
se fue frente al hechizo de otra mujer.


Por: Zulema Aimar Caballero
zulebm@hotmail.com

¡Qué no daría!

Algo de mi tierra

El volcán Lanín se encuentra al sudoeste de la provincia de Neuquén (Argentina), a unos 110 kilómetros de la ciudad de San Martín de los Andes y a 70 kilómetros de Junín de los Andes.
Está rodeado por el Parque Nacional Lanín y por numerosos lagos, entre ellos el Huechulafquen, el Paimún y el Tromen. Sus laderas están cubiertas por bosques de pehuenes (Araucaria araucana), árboles que pueden alcanzar hasta 70 metros de altura y que sólo crecen entre 4 y 8 centímetros al año.



¡Qué no daría, Lanín,
por llegar a tus laderas
y bajo el brillo del sol neuquino
contemplar las primaveras!

Sentir murmurar un río
que entre helechos besa piedras
y en sus venas atesora
los secretos de estas tierras.

¡Que no daría, Lanín,
por llegar un frío invierno
y en tu níveo pecho gozar
la gran obra del Eterno!

Ver los coihués y arrayanes
enamorados de un maitén
y al pasar ciervos y águilas
surgir majestuoso el pehuén.


Por: Zulema Aimar Caballero

Porque te amo

Dame de tu vida aquello que no quieras:
la pena, la angustia, la mala madera.
Dame lo que te opaque, aquello que te hiera.
Lo tomaré, simplemente, a mi manera.

Dame de tu vida los malos momentos,
tus miedos y dudas, dame los tormentos.
Déjame llevar tus viles sentimientos,
los grandes rencores y remordimientos.

Dame de tu cuerpo lo que no te agrade:
los surcos, las canas, la edad que te invade.
Dame el ceño fruncido y tu peor talante,
tus ojos fríos, tu mal humor constante.

Concédeme, ya, tu corazón quebrado,
las pesadillas y el creerte fracasado.
Dame días grises, tu presente nublado,
regálame lo que nadie te ha quitado.

Lo tomaré todo y en silencio absoluto
me sentaré a crear mi más preciado mundo.
Con tus canas y arrugas marcaré un rumbo
donde los fracasos engendren futuro.

Y perderé la razón, loca de golpe,
transformando tus días en noches con soles,
del ceño fruncido quedarán jirones
y de tus ojos saldrán dos arreboles.

Los rencores y los tormentos
acabarán siendo canciones,
las pesadillas bellos sueños,
sueños que avivarán pasiones.

Beberé tus miserias con amor sincero;
pero no temas, que nunca te haré un reclamo.
Si están en ti yo igual las quiero,
y si las quiero es porque te amo.


Por: Zulema Aimar Caballero
zulebm@hotmail.com

Dueño de mi alma

Anhelo una carta tuya, una repleta de magia,
donde digas que me quieres y confieses que me extrañas.
Una carta con perfume, una carta con nostalgia,
bañada en brillo de estrellas y sal de luna blanca.

Que tu mano franca jure que sólo a mí me amabas,
que sabor a miel dorada sólo en mis labios probabas,
que no querías dejarme cada vez que me besabas
y usabas aroma a pino porque así me embriagabas.

Entonces yo no sabía por qué tanto deseabas
que mi mano fuera tuya y te la entregara con calma.
Sólo intuía que a tu lado el mundo nos envidiaba,
eras puro, eras tan bueno, ¡eras el dueño de mi alma!

Atrapada en el centro de un hermoso cuento de hadas,
sólo mirando tus ojos con ternura me arrullabas.
No quería salir de allí, no quería que terminara,
y en mitad de la inocencia comprendí que te amaba.

En ese cielo adorado me diste tu corazón,
ofreciste tu cariño, tu respeto y devoción,
y esa dulzura mestiza, cruza de amor y candor,
cuando a la luz de la luna descubrimos el amor.

Pude hacer mía a tu alma, ¡me aferré a ella tan segura!
Permití a tu brazo tímido enredarse en mi cintura,
manos suaves y pulcras dibujando mi figura
en eternos momentos de incomparable ternura.

Románticos bailes fueron los curiosos testigos
de tus palabras y gestos en cada instante conmigo.
Sobre tu pecho cálido, el mejor de los abrigos,
encontraba mi cabeza el refugio más querido.

El invierno frío se esfumó en silencio y a escondidas,
acepté la rosa roja que acarició mis mejillas,
y osados, tus labios, me besaron por vez primera
bajo aquel cielo celeste que afloró en primavera.

Viles lenguas de la envidia, escapadas del infierno,
me lanzaron llamaradas, ahogaron mis pensamientos,
me asfixiaron las entrañas y robaron mis sueños
y llegué a perder la calma y a confundir sentimientos.

Siendo sólo una niña no entendí lo que pasaba,
aparecieron temores, víboras te difamaban.
Con todo ese desconcierto y el dolor que me embargaba
supe que te había perdido, pues ya no me abrazabas.


Por: Zulema Aimar Caballero

zulebm@hotmail.com

Bajo el puente

Muy tarde en la noche cuando todo duerme
Pablito recoge su bolsa marrón,
un carro con sólo dos ruedas de goma,
su petiso cano, viejo y remolón,
un jersey de lana todo apolillado,
el gorro adorado de la selección
y en los dos bolsillos todos remendados
guarda una moneda, esconde una ilusión.

No posee llaves, no abre ni cierra puertas,
el cielo azabache es su techo mejor,
un perro lanudo le lame la mano,
le quita los miedos, le borra el pudor.
Pisando la calle bañada en rocío
ordena al caballo que empiece a marchar,
perdiéndose pronto en la gélida noche,
recorriendo su ruta hasta el muladar.

No sabe de números, menos de letras,
perdió su derecho a la educación,
conoce al dedillo Barracas y el puerto,
San Telmo, Retiro y Constitución.
Transita veredas entre proxenetas,
rameras y adictos a drogas y alcohol
y en las rojas puertas del bajo mundillo
ve cómo se enciende la prostitución.

Va alzando botellas, diarios y cartones,
hurgando en los restos de un bar que cerró,
y con medio cuerpo metido en los tachos
busca en la basura su alimentación.
Y cuando algo descubre su alma revive,
se burla del mundo que lo castigó;
pensando en la suerte que al fin lo acompaña,
agradece a todos, da gracias a Dios.

Si encuentra suficiente pega la vuelta,
la luna se desmaya, empieza a aclarar,
con el carro lleno presiona al caballo
para que no se detenga a descansar.
En su bolsa guarda toda la comida,
no prueba bocado antes de llegar.
Sabe que su hermano espera bajo el puente
un pan duro para desayunar.


Por: Zulema Aimar Caballero
zulebm@hotmail.com

Duerme

Duerme, duerme mi niña,
mientras te acuno con una canción.
¿Qué estará soñando tu mente dormida?
¿Qué estará sintiendo tu corazón?

Duerme, duerme y descansa
con tu dulce rostro, pálido arrebol.
Recogeré estrellas con mi mano mansa,
dejaré que las entibie el fuerte sol.
Y cuando entres en profundo sueño,
fantasía de brillo y color,
las derramaré sobre tu cuerpo
como acariciando una flor.

Duerme, duerme tranquila,
ni el canto de los grillos dejes entrar.
Pues todos sabemos que son unos pillos,
y tus mágicos sueños quieren robar.

Duerme, duerme ternura,
respira serena, con calma, con paz.
Yo contemplaré tu inocente hermosura
y cuando pase una estrella fugaz
pediré que te bese la luna,
pediré que puedas volar,
que mi pecho sea siempre tu cuna
y que no me olvides jamás.


Por: Zulema Aimar Caballero
zulebm@hotmail.com

Miseria compartida

Confieso que en un momento sentí pena por ella, principalmente cuando el cable apretado en su cuello la desesperaba. Su rostro distorsionado por las cirugías se desfiguró tanto que advertí aquellos gestos que hacía tantos años no veía; su cara reaparecía como era naturalmente. Sus ojos enormes mantenían los párpados sin cerrarse y una mirada de compasión se cruzó con la mía. También hacía mucho tiempo que ella no miraba con dulzura o compasión. Parecía la mujer con la que me había casado casi treinta años atrás.
La dureza que en los últimos tiempos la caracterizaba –tanto públicamente como en nuestra vida íntima– se desvanecía por detrás de una fragilidad sin precedentes. Daba la impresión de estar presenciando la transformación de la fría piedra en cálida y suave arena. Y no podía dejar de observarla, así que mi mirada penetraba en la de ella como la suya entraba en mis retinas. Su rostro sudoroso comenzaba a borrar los vestigios de aroma a caros perfumes franceses y al caer el cabello sobre sus hombros veía la imagen de una leona desesperada, cuyas punzantes garras ya no tenían fuerza para defenderse de la muerte cercana.
Yo seguía apretando, sin piedad. Odiaba con un odio poderoso, como nunca imaginé que podría hacerlo. Pero carecía de importancia, pues no era momento de examinar mi conciencia.
Sus brazos dejaron de lanzar manotazos y las piernas se aflojaron. En ese instante rodeé su cuello con una vuelta más de cable y apreté enérgicamente para asegurarme su muerte. Ella expiró, quedando con los ojos abiertos, mojados y fijos sobre mí.
Me senté a su lado, absolutamente satisfecho, mientras –como una estrella fugaz– pasó por mi mente una ráfaga de recuerdos que me esforzaba por quitarme de la cabeza, pero comprendí que nunca los olvidaría.
La ambición y la codicia me habían convertido en un monstruo. A eso se agregaba la envidia que sentía por ella. Había ganado las elecciones presidenciales gracias a mí, y el día del traspaso del mando le susurré al oído que no se confundiera, porque yo era quien seguiría manejando los hilos de todo.
Como una figurita en manos del coleccionista, al principio fui despegándola y pegándola caprichosamente en las páginas del álbum que yo elegía. Ella figuraba y yo maquinaba el brillante futuro que nos esperaba.
Pero las cosas fueron escapándose de mis manos. Hubo quienes se pusieron en mi contra y hasta llegué a sospechar que ella misma los incitaba a hacerlo.
Comenzó a suceder lo que tanto temía y cada día que transcurría podía confirmarlo. Su ambición y su codicia eran aún más grandes que las mías. Pero eso no era todo. Su asesor de gabinete –a quien yo mismo aconsejé designar– resultó ser más astuto que una serpiente con exceso de veneno y la imperiosa necesidad de desplegar los colmillos para clavarlos a su presa.
En pocos meses había adquirido la fisonomía y conducta del cazador furtivo que esperaba el momento justo para cubrirse de gloria. Y el trofeo era yo.
Ya era demasiado. No es cierto que donde comen dos, comen tres. Pasé a ser un estorbo en su vida. La muy desgraciada lo dejaba participar en todo. Mis informantes me daban pruebas contundentes de que en sus viajes al exterior del país disfrutaban noches de amantes.
Soporté la situación durante mucho tiempo; al fin y al cabo mi amor por ella desaparecía y sólo quería continuar a su lado para no levantar sospechas y dar rienda suelta a mis impulsos de apoderarme de todo.
Era menester urdir un plan para hundirla, ponerla en evidencia, lograr que el mundo la detestara. Sin embargo no era fácil encontrar la manera de hacerlo sin caer yo también.
Una y otra vez me decía a mí mismo que su infidelidad no me lastimaba más que su soberbia, y que aquella mujer a quien había convertido en un títere maleable a mi antojo no sería quien me llevara a terminar mis días solo, derrumbado y aplastado por mis miserias que también eran las suyas.
La muy ruin se engolosinó con el poder que ejercía y olvidó que el artífice de su éxito tenía una firma, que era la mía. Mafiosos y narcotraficantes habían sido contactados por mí para que ella cumpliera su sueño de Cenicienta, con la condición de que prepararía el camino para mi memorable triunfal regreso al palacio presidencial.
De pronto estuve en la mira de todos. Delaciones, investigaciones, jueces leyendo expedientes, fiscales buscando pruebas. Sumido en una profunda oscuridad llegué a pensar que no tendría escapatoria y me carcomía las vísceras el hecho de no poder arrastrarla conmigo y zambullirla en el mismo lodo que me taparía.
Quise jugarme la última carta y en vísperas de Semana Santa insistí para alejarnos unos días de la ciudad, tomándonos un tiempo para nosotros. Finalmente accedió a mi pedido y el jueves anterior a la Pascua subimos al helicóptero presidencial que nos dejó en nuestra cabaña a orillas del mar.
Lo que entablamos como una conversación amena, referida principalmente a cuestiones de pareja, siguió indefectiblemente un curso en donde lo inmoral y nefasto cobraban la mayor importancia. No pude soportarlo más y –confieso– tampoco ella.

*****
Aquella ráfaga de recuerdos se dibujaba en mi mente como una espiral que nunca acabaría. Esa evocación a la mezquindad, el desamor, la sed de poder absoluto se mezclaba con la imagen de nuestros hijos, a quienes nunca volvería a mirar de frente, y quienes jamás me perdonarían.
Sus ojos, aún abiertos, ya que mi odio no me permitía ni siquiera el amable último gesto de cerrárselos, se hincaban en los míos. Aun en esas condiciones mi ira aumentaba. Ya no quería verla, no deseaba sentirla cerca, no quería que esa mirada me persiguiera. Mejor sería descuartizarla y arrojarla al mar. Busqué un cuchillo, tan afilado que hubiera podido extirpar esos ojos con un solo movimiento.
Por fin acabó la noche. Vinieron a buscarnos. Desangrado sobre la alfombra y con el cuchillo en la mano, aquellos ojos aún me observaban, y su cuerpo helado yacía junto al mío, mientras nuestras almas discutían arduamente con la muerte a qué lugar irían a parar.

Por: Zulema Aimar Caballero

Leyenda de la flor de ceibo - Metamorfosis

Leyenda: Relación de sucesos que tienen más de tradicionales o maravillosos que de históricos o verdaderos (Real Academia Española).


Leyenda de la flor de ceibo (Anónima)

Allá por los tiempos de la conquista, habitaba a orillas del Paraná una tribu guaraní. Cuenta una leyenda que su cacique, respetado y venerado por todos los indígenas, tenía una hija cuya belleza cautivaba a quien la contemplara. Su nombre era Anahí, que en guaraní significa “la de dulce voz”, y entonando hermosas melodías sembraba armonía a su alrededor.
Cierto día, la paz de aquellas tierras fue quebrada por la invasión de los hombres blancos. En la lucha, el gran cacique resultó muerto por un capitán español.
Anahí, enceguecida por el dolor, juró vengar la muerte de su padre. Así fue que una noche de luna nueva se acercó al campamento enemigo y dio muerte al capitán.
Los soldados la tomaron prisionera y fue condenada a morir en la hoguera. Anahí, se despidió con una canción. Cuando del fuego sólo quedaban cenizas, los soldados no podían creer lo que sus ojos veían. En el mismo lugar del sacrificio se erguía un tronco que extendía sus brazos desbordantes de flores rojas como la sangre.
Desde entonces, la flor del ceibo adorna y bendice las agrestes riberas y el río acuna el recuerdo hecho leyenda de la frágil indiecita.


Metamorfosis

Tres años transcurrieron desde que Rodrigo Ureña regresó a España. La misma embarcación que lo había llevado a tierras americanas lo devolvió al puerto de Cádiz una templada mañana del mes de julio.
Ese viaje dio a su vida un giro significativo, a tal punto que en poco tiempo pasó de simple marino a afortunado comerciante, convirtiéndose por fin en uno de los españoles más ricos de su época.
Era tanto lo que poseía que a los pocos meses de su arribo, este joven acaudalado suscitó la codicia de muchas familias que pretendían acomodar a sus mujeres casaderas. Pero, sobre todo, despertó más su propia codicia.
Pasado su primer año en suelo peninsular, ya no se conformaba con haber hecho fortuna gracias a las arcas repletas de piedras y metales preciosos, producto del saqueo a los nativos del nuevo continente. Demasiados tripulantes llevaba su nave, y al llegar aquel mes de julio, le exigieron que repartiera los frutos del viaje. Además, en esa expedición Ureña era súbdito de la Corona española, ante la cual también debió rendir cuentas.
Dos años más tarde, ya por cuenta propia, decidió emprender una nueva expedición. La avaricia y la codicia no lo dejaban en paz, ni siquiera cuando dormía, porque en sus sueños se le aparecían las coloridas montañas y ríos tumultuosos, desbordados de minerales, rebosantes de riquezas. En sus sueños veía las deslumbrantes artesanías indígenas de oro impecable. Y cuando despertaba recordaba –sin importarle, y muchas veces disfrutándolo– la manera en que les fueron arrebatadas a esas humildes personas no sólo sus pertenencias, sino también sus mujeres, su cultura, su inocencia, su fe.
Ureña era uno más de otros tantos que había hecho brotar de su interior los más condenables impulsos de perversidad. Él lo recordaba muy bien. Había matado, había violado mujeres, había cometido los actos más viles que un ser humano puede consumar.
Cargaba con eso en su conciencia, aunque rara vez salían de su boca aquellas remembranzas. Únicamente en estado de ebriedad, esas memorias revivían en sus labios y se jactaba de lo que decía, sin pudor, sin arrepentimiento. Y era en esos momentos que podía verse al verdadero Rodrigo Ureña, ser despreciable manchado por siempre con la sangre de aquellos seres crédulos que confiaron –como él mismo aseguraba– en sus palabras civilizadas y fraternas.
A la par de este individuo reprochable moraba la mediocre clase aburguesada con la que se codeaba, que celebraba casi tanto como él cada una de las anécdotas de tan prolíficos días, y que lo instigaba, día tras día, a conseguir más de lo que tanta felicidad le proporcionaba.
Inflado de vanagloria, hizo preparar su embarcación, acorde a sus propósitos, una nave que soportaría tres veces más peso que aquélla en la que había realizado el primer viaje encomendado por los reyes. Esta vez cargaría el triple, y a la Corona solamente pagaría impuestos.
Con veinte tripulantes a bordo zarpó un 19 de agosto, dejando en el muelle a su joven esposa y su hijo de apenas un año de edad.

*****

Treinta días llevaba Rodrigo Ureña en su travesía por los océanos, período que resultó bastante difícil, ya que durante la segunda semana de viaje se enfermó –nunca se supo la causa del mal– y padeció interminables días de fiebre. Muchas veces la hipertermia le ocasionaba delirios que llegaron a sumirlo en el peligro. De esto dieron fe algunos tripulantes, que una noche no tuvieron más remedio que atarlo en la cama, porque en medio del sopor y las pesadillas había caminado hasta la cubierta y lo encontraron próximo a arrojarse a las profundidades del mar.
Navegar por las aguas furiosas oceánicas constituyó una osadía en medio de las tres fabulosas tormentas que la embarcación debió sortear. Pero, de todas ellas, la tercera se manifestó como la peor de todas. Olas gigantescas sacudían la nave, colmando de agua hasta la cámara del capitán, y los golpes en el mástil de trinquete provocaron su desplome. Un marinero vigía que intentaba subir a la cofa, cayó desde el mástil mayor, directamente al mar. La bomba no daba abasto para desagotar la bodega y la desesperación de los hombres ocasionó rencillas que ni el mismo Ureña supo controlar.
En medio del panorama desolador, las velas parecieron acomodarse a una repentina calma del viento. La esperanza, casi perdida, renació entre los habitantes de la embarcación que por más de una hora lo único que imaginaban era su fin y, sin embargo, sobrevivieron a la catástrofe.
No faltaba tanto para llegar a tierra firme. Ureña calculaba dos o tres días más hasta tocar la costa que lo conduciría a su primer destino. La tan anhelada plata de las comarcas del Perú. Allí comenzaría a llenar sus arcas, despojando a la tierra de su abundancia, timando a los nativos para robarles su patrimonio.
El marino tenía todo, absolutamente todo, bien planeado. Cualquier recurso, así fuera el más humanamente despreciable, iba a ser puesto en uso con tal de que sirviera a sus propósitos. Había llegado a un punto de su ambición en el que todo estaba permitido, y sabía muy bien que no moriría en el intento de obtener todo cuanto quisiera, pero sí mataría por lograrlo.
Él ya había estado en el lugar y había tenido ocasión de conocer a los moradores de tan privilegiados suelos. Sabía lo sensibles que eran, conocía muy bien su ingenuidad y la simpleza de su espíritu inofensivo. Ya había atacado una vez, matado hombres, violado mujeres, robado niños para someterlos a la esclavitud.
Llegaba, pues, a las tierras del Cuzco con la seguridad del león ante su presa débil, listo para lanzarse sobre ella y disfrutar los estragos de su fuerza.

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Se vio allí, frente a aquel mundo leso por la calamidad provocada por el apetito desmedido del hombre blanco, una cultura víctima del horror y la injusticia. Mas en esta oportunidad no le resultó tan fácil. Sobre aquel suelo y bajo ese cielo estaba Antay, con su penetrante mirada puesta en los ojos del agresor. El buen Antay siempre recordó los ojos perversos, odiosos de Ureña, y su cuerpo robusto sometiendo a la pequeña Kukuri, quien, indefensa como un animal a punto de ser extinguido de la faz de la Tierra, luchó con sus escasas fuerzas hasta rendirse.
El cuerpo de la niña quedó tirado en un claro de la selva hasta que Antay pudo librarse de las cuerdas con las que había sido amarrado de pies y manos, obligado a ser testigo del martirio de Kukuri.
Frente a la cínica mirada del usurpador, y sin pestañear un segundo, Antay caminó con paso firme y encaró al asesino, que nada pudo hacer para defenderse porque esta vez el nativo no estaba solo. Una veintena de hombres de su tribu lo secundaban, listos para recibir la orden de ejecutar al miserable.
Pero Antay no era como el hombre blanco, no necesitó la supremacía de la fuerza para demostrar su poder; pese a todo el sufrimiento que aquél le había causado, no guardaba en su interior hambre de venganza. Y cuando vio al cobarde arrodillado a sus pies pidiendo misericordia, se apiadó de él, lo alzó del cuello y en su lengua quechua mandó a sus hombres amarrarlo y conducirlo hasta la embarcación que lo había dejado en esas costas.
Ureña huyó entonces con las manos vacías, la ira a flor de piel y el corazón más duro que las mismas piedras del Cuzco, hacia las tierras del Plata, en las que –estaba seguro– la suerte estaría de su lado, puesto que en su anterior viaje había comprobado que los guaraníes eran mucho más negados y dóciles que los incas.
La expedición a aquellas regiones derivó en una ardua travesía por selvas, montañas y ríos hasta los territorios colorados habitados por los guaraníes. En los años pasados, Ureña no pudo olvidar el canto de los pájaros, la espesura de la selva, los árboles coloridos, el sonido de las aguas del Paraná que, mezclado con el canturreo de las indiecitas, daban al lugar un aspecto comparable únicamente con el paraíso.
Pero sobre todo no perdió la memoria de aquel edén de magníficas riquezas que emanaban de una cultura de la cual se había aprovechado. Aunque luego de la frustración en el Cuzco, debía planear a la perfección una estrategia para lograr su propósito, ya que en este viaje no se desempeñaba como centinela de cientos de hombres, sino como conductor de dos decenas de marinos que lo apoyaban en su afán de enriquecerse, a cambio de alguna tajada.
Así fue que decidió permanecer a orillas del Paraná, entablando amistad con los indígenas, sobornándolos con objetos procedentes del Viejo Mundo, llamativos pero totalmente carentes de valor.
Sus primeros días transcurrieron en medio de tranquilidad y sin sorpresas, pero al cabo de una semana la fiebre volvió a instalarse en su cuerpo. Entre sudor y divagaciones, recostado dentro de una especie de choza de troncos y hojas, sus acompañantes trataban de esmerarse para bajarle la temperatura corporal. Pero en cuanto aparecieron en su rostro y espalda un sinfín de manchas amarillentas, tomaron distancia por miedo al contagio, dejándolo postrado a la buena de Dios.
Pero los aborígenes guaraníes no permitieron que algo malo le sucediera a su hábil nuevo amigo. Buscaron sus plantas medicinales y prepararon pociones para curarlo. Tan inteligente era el hombre blanco que ni siquiera sabía qué estaba padeciendo. Tan ignorante el indígena, que conocía la enfermedad e incluso cómo sanarlo.
Ureña se repuso en pocas horas. La fiebre desapareció, al igual que las manchas. Cuando se sintió en excelentes condiciones pensó que lo mejor sería empezar a llenar sus arcas cuanto antes y partir rumbo al Viejo Mundo. Temía enfermar nuevamente y no poder volver a la “civilización”.
Sin violencia física esta vez, pero con engaños, inició el saqueo en tierras guaraníes. Sentía que todo estaba saliendo mucho más fácil de lo que esperaba. Ahogado de felicidad caminó hasta las orillas del río Paraná y a la sombra de un árbol se acostó a descansar. No pudo cerrar los ojos ante la maravillosa visión de aquella copa verde con flores rojas que, desde el suelo y con un marco de cielo azul límpido, resplandecía ante sus pupilas.
–¡Centinela! –exclamó una voz de mujer.
Ureña no veía a nadie cerca. Movió su cabeza hacia los costados, tratando de dilucidar de dónde provenía tan hermoso acento.
–¿Sabes, centinela? En el sitio en que me hallo aprendí tu lengua española; ahora podemos entendernos.
El marino buscaba a la dueña de aquella voz dulce, pero no acertaba a dar con ella, y solamente podía mover su cabeza, pues de repente su cuerpo se inmovilizó. Ni los brazos ni las piernas respondían a las órdenes de su cerebro.
–¿Me buscas, centinela? Mira justo enfrente de ti, allí me hallarás. ¿No has olvidado mi voz, verdad? ¿Cómo puedes haberla olvidado, si he gritado tanto pidiendo auxilio? ¿Realmente no sabes quién soy?
Ureña comenzaba a sentir temor, y a medida que los segundos avanzaban su rostro y todo el cuerpo se empapaban en un sudor hediondo, el olor nauseabundo de su alma corrupta, de sus entrañas podridas. Creyó estar soñando; creyó delirar nuevamente:
–¿Estoy alucinando?
–No, pobre centinela, no lo estás.
–¿Quién eres? ¿Quién demonios eres? –gritó estupefacto.
–Tal vez… la voz de tu conciencia. O la voz de todos mis hermanos que tú y los tuyos creyeron callar para siempre. ¿Realmente no me reconoces? ¿Es que ya no recuerdas mis gritos de socorro mientras abusabas de mí? ¿Acaso has olvidado que me violaste y no conforme con eso me perseguiste para herirme y quemarme viva?
Ureña recordó perfectamente todo, incluso aquella transformación de la que había sido testigo. Y la dulce voz prosiguió diciendo:
–¿Demonios? No. Donde habito no existen los demonios. Pero, ¿hacia dónde te diriges tú?
Ureña pareció despertar de la más cruel de las pesadillas cuando, sus ojos desorbitados percibieron una metamorfosis aún más extraña que la presenciada años atrás.
–¡Anahí! –gritó–. ¡Anahí! ¡Anahí!
En ese instante el tronco de aquel ceibo a cuya sombra se encontraba comenzó a tomar forma humana, y la figura de la indiecita fea lo miraba y se reía, mientras del árbol saltaban pétalos rojos que caían sobre Ureña como chispas, una tras otra.
–¿Ya has recordado cuando me tomaste prisionera? ¿No has olvidado cómo ultrajaste mi cuerpo? ¿No has olvidado los latidos desesperados de mi corazón cuando escapé del cautiverio e hiciste un hoyo en mi espalda con tu puñal? ¿Recuerdas todo, verdad? ¿Has visto en qué cosa bella me he convertido? ¿Has visto cómo la sangre pura de la inocencia se convierte en flor? Ya verás en qué se convierte la sangre de los asesinos en las tinieblas del averno.
–¡No, Anahí! ¡Por piedad!
–No hay perdón, centinela, ya no lastimarás a mi pueblo. Tú y tus cómplices nunca regresarán a su mundo, pero tampoco permanecerán aquí. Asistirán todos al viaje más cálido que jamás hayan imaginado.
En ese momento una ráfaga de viento comenzó a avivar las chispas que caían sobre el cuerpo de Ureña, convirtiéndose en llamas infernales que lo envolvieron hasta incinerarlo completamente.
Como por obra de un hechizo, estando toda la selva en pleno día soleado se desató una lluvia que bañó el lugar, como si calmara la sed de Anahí.
Con su dulce voz, la indiecita volvió a mimetizarse con el tronco, y las chispas volvieron a transformarse en atractivas flores color rubí que iluminan y custodian las tierras del Paraná.

Por: Zulema Aimar Caballero

zulebm@hotmail.com

Arráncate de mí

No des más vueltas, no busques excusas,
mírame a los ojos, saca tu espada.
Yo ya comprendí los modos que usas:
me exiges a mí, mas tú no das nada.

Sé que me odias del primer momento;
a tu antojo, altiva, me has maltratado.
Sin tener en cuenta mi sentimiento
con mano severa me has castigado.

¿Por qué no me dices qué daño te he hecho,
de qué me acusaron, a quién lastimé?
¿No sabes la angustia que oprime mi pecho
porque no me has amado y yo no te amé?

Tomé desde siempre tus duros obsequios:
desencuentros, pesares, miedo, aflicción;
y estando tu puñal clavado en mis nervios,
mataba a sus anchas cualquier ilusión.

No dije palabra, callé, resignada
batiéndome a duelo con la aceptación,
pues siempre sabía que en cada jugada
salías airosa con satisfacción.

No me des más vueltas, toma mis entrañas,
déjame desnuda como te encontré.
Nada te he pedido, ¿por qué es que te ensañas?
Nada me entregaste, nada te quité.

Con tu aire arrogante ofreciste mentiras,
me diste la espalda cuando te busqué.
Suplicaba mi alma mientras te reías,
¿sabes cuántas veces te necesité?

¿Pretendes ahora que siga intentando?
El sueño feliz para mí no llegó.
Ese que en promesas se fue marchitando,
ese que sus alas nunca desplegó.

Por eso es que al fin me aferré a la muerte
y anhelo acerque su mano voraz.
Por eso es que no dolerá perderte
Arráncate de mí, vida, ¡basta ya!


Por: Zulema Aimar Caballero
zulebm@hotmail.com

La botella

La primera cita con el hombre a quien estaba apostando mis fichas sufrió una serie de traspiés. Llegué al restaurante a las nueve en punto de la noche.
Era ése el horario para nuestro encuentro. Entré sola, con el taco aguja de once centímetros sobre los cuales mis pies debían hacer equilibrio intentando mantenerme erguida, mientras rezaba para que él no se diera cuenta del esfuerzo que estaba haciendo para no tambalearme.
Pregunté por la mesa del señor Montes y me llevaron hasta ella. Cubierta con un mantel ocre, reposaba sobre él la vajilla prolijamente dispuesta, con un delicado centro de mesa consistente en una enorme copa de cristal con agua en donde flotaba una rosa roja resplandeciente que parecía haberse salvado de un naufragio.
Aquello estaba listo para nosotros, aunque todo indicaba que “nosotros” era solamente yo. Producto seguramente de la muy conocida “puntualidad latina” –a la que no adhiero y no precisamente porque me haya educado en renombradas instituciones inglesas–, “mi cita” no había llegado.
Para quienes no lo sepan, la puntualidad latina es la forma irónica en que los anglosajones se refieren a la informalidad con que los latinos manejamos nuestros horarios, a través de lo cual también demostramos muchas veces el poco respeto que les concedemos a nuestros compromisos.
El maître acomodó mi silla y comentó que el señor Montes había telefoneado para hacerme saber que demoraría unos minutos en llegar.
Si su primer error fue no presentarse puntualmente y estar esperándome, como creo que corresponde a un caballero, el segundo fue justamente telefonear al restaurante. Puesto que si no llamó a mi casa o a mi celular, era porque no podía hablar conmigo, y si no podía hacerlo seguramente estaba delante de otra persona que no debía enterarse de la cita.
Los minutos pasaban, y junto con ellos pasaron dos piscos. Mientras los bebía sorbo a sorbo, pensaba qué hacía allí, cuánto más tendría que esperar y que en cualquier momento me pararía y saldría del restaurante por la misma puerta por la que había ingresado. Estaba segura de que me veía ridícula. Tal vez el resto del mundo en ese local estaba inmerso en sus propias vidas, pero yo sentía que sus miradas penetrantes se posaban en mi persona y cada tanto levantaba la vista, movía la cabeza para un lado y para otro, tocaba mis rizos recordando las tres horas que había perdido en la peluquería y lanzaba miradas al techo, como si desde allí un ser superior y misericordioso me fuera a hacer desaparecer de la faz de la tierra.
Todo eso sin contar las veces que abrí mi cartera para sacar la polvera y retocarme un poco la nariz, no sin ver reflejados en el espejito algunos rostros que me observaban como si se tratara de la última despreciada mujer del mundo.
Los minutos que demoró en llegar el señor Montes fueron unos cuantos. Apareció justo en el momento en que había tomado la dura decisión de irme. Una sonrisa, un beso y una disculpa lograron que olvidara el plantón de casi media hora al que había sido sometida. Pedimos el menú y comenzamos a conversar, mirándonos románticamente a los ojos.
Botella en mano, el camarero se aproximó a nuestra mesa, interrumpiendo el idilio que estábamos viviendo y sirvió en la copa un dedo de syrah cosecha 2006 que Montes había solicitado, a fin de que lo catara y diera su aprobación.
Sorbió, pasó la bebida de un lado a otro de su boca como si estuviera haciendo con ella un enjuague bucal y dio su aceptación.
Detestable, absolutamente detestable. Mis femeninas hormonas invadieron mi cerebro y lograron alterarme. ¿Quién les dijo, quién les dio a los varones el poder de decidir que el vino que a ellos les agrada debe gustarnos también a nosotras? ¿Acaso somos figuritas, estamos pintadas a su lado? ¿Nos creen subnormales sin capacidad para decidir ni siquiera lo que vamos a llevarnos a la boca?
Con la intención de dejar aclarados algunos puntos, creo que fui bastante nítida en mi proceder. Tomé del brazo al camarero y le dije: “¿Le gusta a usted también el vino que acaba de servir? Porque si es así, puede quedarse a cenar con el señor. A mí me trae, por favor, un varietal malbec cosecha tardía de 2002, con al menos 80% de la misma uva, puesto que no me satisface el fuerte aroma a especias y cueros del syrah”.
El rostro sorprendido del muchacho se tornó más pálido que su vestimenta, y Montes casi escupe la última porción del buche. Sin ánimo de disimular mi aversión por las actitudes machistas, carraspeé delicadamente y esperé ser servida. Aquello se había transformado en un espectáculo digno de admirar por el resto del restaurante. Estábamos al descubierto y ante la vista expectante de elegantes señores con sus respectivas sumisas señoras o señoritas que anhelaban conocer el resto de la historia.
Regresó el camarero y, con gesto amable, acercó la nueva botella. “No la descorche”, dije, y con una tranquilidad propia de quien siente la seguridad de estar triunfando, me puse de pie, así con fuerza el malbec, sonreí burlonamente, dije buenas noches y salí caminando, dejando a mi cita con la boca abierta, la cabeza gacha y sin voluntad de darse vuelta para ver si me tambaleaba sobre los once centímetros de mis zapatos de taco aguja.
¿Si volveré a encontrarme con él? Tal vez suceda, puesto que está al corriente de lo que detesto, pero querrá saber qué es lo que me gusta.

Por: Zulema Aimar Caballero

Luz de luna

En profundo silencio llegaste hasta el lecho,
rozaste con tu rostro la fría palidez
de mis frágiles mejillas y ojos cerrados
que en la noche encantada no te podían ver.
Con la luz de la luna acostada en la almohada
posaste tu mano sobre mi lívida piel
y cual cántaro de vida me susurraste
palabras de amor, dulces como miel.
Y yo sentí esa mano, ésa que fue mía
cuando cruzábamos dedos sabiendo nomás
que vos me deseabas y que yo te quería,
que el mundo era nuestro y no cabía nadie más.
Sintiéndonos uno llegaron a mi cuello
tu cálido aliento, tu respiración,
y apenas tus labios mojaron los míos
la vieja ternura se convirtió en pasión.
Con amor sincero, limpio y verdadero,
con la pura inocencia de un tiempo mejor,
anoche sentí que el calor de tus brazos
borraba amargura, tristeza y dolor.
Porque entre caricias nos reconocimos,
sintiéndonos fuertes supimos los dos
que siempre fui tuya y siempre fuiste mío
lo supe anoche, cuando soñé con vos.


Por: Zulema Aimar Caballero
zulebm@hotmail.com