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22 jun 2010

Miseria compartida

Confieso que en un momento sentí pena por ella, principalmente cuando el cable apretado en su cuello la desesperaba. Su rostro distorsionado por las cirugías se desfiguró tanto que advertí aquellos gestos que hacía tantos años no veía; su cara reaparecía como era naturalmente. Sus ojos enormes mantenían los párpados sin cerrarse y una mirada de compasión se cruzó con la mía. También hacía mucho tiempo que ella no miraba con dulzura o compasión. Parecía la mujer con la que me había casado casi treinta años atrás.
La dureza que en los últimos tiempos la caracterizaba –tanto públicamente como en nuestra vida íntima– se desvanecía por detrás de una fragilidad sin precedentes. Daba la impresión de estar presenciando la transformación de la fría piedra en cálida y suave arena. Y no podía dejar de observarla, así que mi mirada penetraba en la de ella como la suya entraba en mis retinas. Su rostro sudoroso comenzaba a borrar los vestigios de aroma a caros perfumes franceses y al caer el cabello sobre sus hombros veía la imagen de una leona desesperada, cuyas punzantes garras ya no tenían fuerza para defenderse de la muerte cercana.
Yo seguía apretando, sin piedad. Odiaba con un odio poderoso, como nunca imaginé que podría hacerlo. Pero carecía de importancia, pues no era momento de examinar mi conciencia.
Sus brazos dejaron de lanzar manotazos y las piernas se aflojaron. En ese instante rodeé su cuello con una vuelta más de cable y apreté enérgicamente para asegurarme su muerte. Ella expiró, quedando con los ojos abiertos, mojados y fijos sobre mí.
Me senté a su lado, absolutamente satisfecho, mientras –como una estrella fugaz– pasó por mi mente una ráfaga de recuerdos que me esforzaba por quitarme de la cabeza, pero comprendí que nunca los olvidaría.
La ambición y la codicia me habían convertido en un monstruo. A eso se agregaba la envidia que sentía por ella. Había ganado las elecciones presidenciales gracias a mí, y el día del traspaso del mando le susurré al oído que no se confundiera, porque yo era quien seguiría manejando los hilos de todo.
Como una figurita en manos del coleccionista, al principio fui despegándola y pegándola caprichosamente en las páginas del álbum que yo elegía. Ella figuraba y yo maquinaba el brillante futuro que nos esperaba.
Pero las cosas fueron escapándose de mis manos. Hubo quienes se pusieron en mi contra y hasta llegué a sospechar que ella misma los incitaba a hacerlo.
Comenzó a suceder lo que tanto temía y cada día que transcurría podía confirmarlo. Su ambición y su codicia eran aún más grandes que las mías. Pero eso no era todo. Su asesor de gabinete –a quien yo mismo aconsejé designar– resultó ser más astuto que una serpiente con exceso de veneno y la imperiosa necesidad de desplegar los colmillos para clavarlos a su presa.
En pocos meses había adquirido la fisonomía y conducta del cazador furtivo que esperaba el momento justo para cubrirse de gloria. Y el trofeo era yo.
Ya era demasiado. No es cierto que donde comen dos, comen tres. Pasé a ser un estorbo en su vida. La muy desgraciada lo dejaba participar en todo. Mis informantes me daban pruebas contundentes de que en sus viajes al exterior del país disfrutaban noches de amantes.
Soporté la situación durante mucho tiempo; al fin y al cabo mi amor por ella desaparecía y sólo quería continuar a su lado para no levantar sospechas y dar rienda suelta a mis impulsos de apoderarme de todo.
Era menester urdir un plan para hundirla, ponerla en evidencia, lograr que el mundo la detestara. Sin embargo no era fácil encontrar la manera de hacerlo sin caer yo también.
Una y otra vez me decía a mí mismo que su infidelidad no me lastimaba más que su soberbia, y que aquella mujer a quien había convertido en un títere maleable a mi antojo no sería quien me llevara a terminar mis días solo, derrumbado y aplastado por mis miserias que también eran las suyas.
La muy ruin se engolosinó con el poder que ejercía y olvidó que el artífice de su éxito tenía una firma, que era la mía. Mafiosos y narcotraficantes habían sido contactados por mí para que ella cumpliera su sueño de Cenicienta, con la condición de que prepararía el camino para mi memorable triunfal regreso al palacio presidencial.
De pronto estuve en la mira de todos. Delaciones, investigaciones, jueces leyendo expedientes, fiscales buscando pruebas. Sumido en una profunda oscuridad llegué a pensar que no tendría escapatoria y me carcomía las vísceras el hecho de no poder arrastrarla conmigo y zambullirla en el mismo lodo que me taparía.
Quise jugarme la última carta y en vísperas de Semana Santa insistí para alejarnos unos días de la ciudad, tomándonos un tiempo para nosotros. Finalmente accedió a mi pedido y el jueves anterior a la Pascua subimos al helicóptero presidencial que nos dejó en nuestra cabaña a orillas del mar.
Lo que entablamos como una conversación amena, referida principalmente a cuestiones de pareja, siguió indefectiblemente un curso en donde lo inmoral y nefasto cobraban la mayor importancia. No pude soportarlo más y –confieso– tampoco ella.

*****
Aquella ráfaga de recuerdos se dibujaba en mi mente como una espiral que nunca acabaría. Esa evocación a la mezquindad, el desamor, la sed de poder absoluto se mezclaba con la imagen de nuestros hijos, a quienes nunca volvería a mirar de frente, y quienes jamás me perdonarían.
Sus ojos, aún abiertos, ya que mi odio no me permitía ni siquiera el amable último gesto de cerrárselos, se hincaban en los míos. Aun en esas condiciones mi ira aumentaba. Ya no quería verla, no deseaba sentirla cerca, no quería que esa mirada me persiguiera. Mejor sería descuartizarla y arrojarla al mar. Busqué un cuchillo, tan afilado que hubiera podido extirpar esos ojos con un solo movimiento.
Por fin acabó la noche. Vinieron a buscarnos. Desangrado sobre la alfombra y con el cuchillo en la mano, aquellos ojos aún me observaban, y su cuerpo helado yacía junto al mío, mientras nuestras almas discutían arduamente con la muerte a qué lugar irían a parar.

Por: Zulema Aimar Caballero

1 comentario:

  1. Daniel Ulises Carrión Genaro escribió:
    Entiendo que es un cuento fantástico. ¿Distará bastante de la realidad?
    Escribes muy bien.
    danicarrion@live.com

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Comentarios: