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22 jun 2010

Leyenda de la flor de ceibo - Metamorfosis

Leyenda: Relación de sucesos que tienen más de tradicionales o maravillosos que de históricos o verdaderos (Real Academia Española).


Leyenda de la flor de ceibo (Anónima)

Allá por los tiempos de la conquista, habitaba a orillas del Paraná una tribu guaraní. Cuenta una leyenda que su cacique, respetado y venerado por todos los indígenas, tenía una hija cuya belleza cautivaba a quien la contemplara. Su nombre era Anahí, que en guaraní significa “la de dulce voz”, y entonando hermosas melodías sembraba armonía a su alrededor.
Cierto día, la paz de aquellas tierras fue quebrada por la invasión de los hombres blancos. En la lucha, el gran cacique resultó muerto por un capitán español.
Anahí, enceguecida por el dolor, juró vengar la muerte de su padre. Así fue que una noche de luna nueva se acercó al campamento enemigo y dio muerte al capitán.
Los soldados la tomaron prisionera y fue condenada a morir en la hoguera. Anahí, se despidió con una canción. Cuando del fuego sólo quedaban cenizas, los soldados no podían creer lo que sus ojos veían. En el mismo lugar del sacrificio se erguía un tronco que extendía sus brazos desbordantes de flores rojas como la sangre.
Desde entonces, la flor del ceibo adorna y bendice las agrestes riberas y el río acuna el recuerdo hecho leyenda de la frágil indiecita.


Metamorfosis

Tres años transcurrieron desde que Rodrigo Ureña regresó a España. La misma embarcación que lo había llevado a tierras americanas lo devolvió al puerto de Cádiz una templada mañana del mes de julio.
Ese viaje dio a su vida un giro significativo, a tal punto que en poco tiempo pasó de simple marino a afortunado comerciante, convirtiéndose por fin en uno de los españoles más ricos de su época.
Era tanto lo que poseía que a los pocos meses de su arribo, este joven acaudalado suscitó la codicia de muchas familias que pretendían acomodar a sus mujeres casaderas. Pero, sobre todo, despertó más su propia codicia.
Pasado su primer año en suelo peninsular, ya no se conformaba con haber hecho fortuna gracias a las arcas repletas de piedras y metales preciosos, producto del saqueo a los nativos del nuevo continente. Demasiados tripulantes llevaba su nave, y al llegar aquel mes de julio, le exigieron que repartiera los frutos del viaje. Además, en esa expedición Ureña era súbdito de la Corona española, ante la cual también debió rendir cuentas.
Dos años más tarde, ya por cuenta propia, decidió emprender una nueva expedición. La avaricia y la codicia no lo dejaban en paz, ni siquiera cuando dormía, porque en sus sueños se le aparecían las coloridas montañas y ríos tumultuosos, desbordados de minerales, rebosantes de riquezas. En sus sueños veía las deslumbrantes artesanías indígenas de oro impecable. Y cuando despertaba recordaba –sin importarle, y muchas veces disfrutándolo– la manera en que les fueron arrebatadas a esas humildes personas no sólo sus pertenencias, sino también sus mujeres, su cultura, su inocencia, su fe.
Ureña era uno más de otros tantos que había hecho brotar de su interior los más condenables impulsos de perversidad. Él lo recordaba muy bien. Había matado, había violado mujeres, había cometido los actos más viles que un ser humano puede consumar.
Cargaba con eso en su conciencia, aunque rara vez salían de su boca aquellas remembranzas. Únicamente en estado de ebriedad, esas memorias revivían en sus labios y se jactaba de lo que decía, sin pudor, sin arrepentimiento. Y era en esos momentos que podía verse al verdadero Rodrigo Ureña, ser despreciable manchado por siempre con la sangre de aquellos seres crédulos que confiaron –como él mismo aseguraba– en sus palabras civilizadas y fraternas.
A la par de este individuo reprochable moraba la mediocre clase aburguesada con la que se codeaba, que celebraba casi tanto como él cada una de las anécdotas de tan prolíficos días, y que lo instigaba, día tras día, a conseguir más de lo que tanta felicidad le proporcionaba.
Inflado de vanagloria, hizo preparar su embarcación, acorde a sus propósitos, una nave que soportaría tres veces más peso que aquélla en la que había realizado el primer viaje encomendado por los reyes. Esta vez cargaría el triple, y a la Corona solamente pagaría impuestos.
Con veinte tripulantes a bordo zarpó un 19 de agosto, dejando en el muelle a su joven esposa y su hijo de apenas un año de edad.

*****

Treinta días llevaba Rodrigo Ureña en su travesía por los océanos, período que resultó bastante difícil, ya que durante la segunda semana de viaje se enfermó –nunca se supo la causa del mal– y padeció interminables días de fiebre. Muchas veces la hipertermia le ocasionaba delirios que llegaron a sumirlo en el peligro. De esto dieron fe algunos tripulantes, que una noche no tuvieron más remedio que atarlo en la cama, porque en medio del sopor y las pesadillas había caminado hasta la cubierta y lo encontraron próximo a arrojarse a las profundidades del mar.
Navegar por las aguas furiosas oceánicas constituyó una osadía en medio de las tres fabulosas tormentas que la embarcación debió sortear. Pero, de todas ellas, la tercera se manifestó como la peor de todas. Olas gigantescas sacudían la nave, colmando de agua hasta la cámara del capitán, y los golpes en el mástil de trinquete provocaron su desplome. Un marinero vigía que intentaba subir a la cofa, cayó desde el mástil mayor, directamente al mar. La bomba no daba abasto para desagotar la bodega y la desesperación de los hombres ocasionó rencillas que ni el mismo Ureña supo controlar.
En medio del panorama desolador, las velas parecieron acomodarse a una repentina calma del viento. La esperanza, casi perdida, renació entre los habitantes de la embarcación que por más de una hora lo único que imaginaban era su fin y, sin embargo, sobrevivieron a la catástrofe.
No faltaba tanto para llegar a tierra firme. Ureña calculaba dos o tres días más hasta tocar la costa que lo conduciría a su primer destino. La tan anhelada plata de las comarcas del Perú. Allí comenzaría a llenar sus arcas, despojando a la tierra de su abundancia, timando a los nativos para robarles su patrimonio.
El marino tenía todo, absolutamente todo, bien planeado. Cualquier recurso, así fuera el más humanamente despreciable, iba a ser puesto en uso con tal de que sirviera a sus propósitos. Había llegado a un punto de su ambición en el que todo estaba permitido, y sabía muy bien que no moriría en el intento de obtener todo cuanto quisiera, pero sí mataría por lograrlo.
Él ya había estado en el lugar y había tenido ocasión de conocer a los moradores de tan privilegiados suelos. Sabía lo sensibles que eran, conocía muy bien su ingenuidad y la simpleza de su espíritu inofensivo. Ya había atacado una vez, matado hombres, violado mujeres, robado niños para someterlos a la esclavitud.
Llegaba, pues, a las tierras del Cuzco con la seguridad del león ante su presa débil, listo para lanzarse sobre ella y disfrutar los estragos de su fuerza.

*****
Se vio allí, frente a aquel mundo leso por la calamidad provocada por el apetito desmedido del hombre blanco, una cultura víctima del horror y la injusticia. Mas en esta oportunidad no le resultó tan fácil. Sobre aquel suelo y bajo ese cielo estaba Antay, con su penetrante mirada puesta en los ojos del agresor. El buen Antay siempre recordó los ojos perversos, odiosos de Ureña, y su cuerpo robusto sometiendo a la pequeña Kukuri, quien, indefensa como un animal a punto de ser extinguido de la faz de la Tierra, luchó con sus escasas fuerzas hasta rendirse.
El cuerpo de la niña quedó tirado en un claro de la selva hasta que Antay pudo librarse de las cuerdas con las que había sido amarrado de pies y manos, obligado a ser testigo del martirio de Kukuri.
Frente a la cínica mirada del usurpador, y sin pestañear un segundo, Antay caminó con paso firme y encaró al asesino, que nada pudo hacer para defenderse porque esta vez el nativo no estaba solo. Una veintena de hombres de su tribu lo secundaban, listos para recibir la orden de ejecutar al miserable.
Pero Antay no era como el hombre blanco, no necesitó la supremacía de la fuerza para demostrar su poder; pese a todo el sufrimiento que aquél le había causado, no guardaba en su interior hambre de venganza. Y cuando vio al cobarde arrodillado a sus pies pidiendo misericordia, se apiadó de él, lo alzó del cuello y en su lengua quechua mandó a sus hombres amarrarlo y conducirlo hasta la embarcación que lo había dejado en esas costas.
Ureña huyó entonces con las manos vacías, la ira a flor de piel y el corazón más duro que las mismas piedras del Cuzco, hacia las tierras del Plata, en las que –estaba seguro– la suerte estaría de su lado, puesto que en su anterior viaje había comprobado que los guaraníes eran mucho más negados y dóciles que los incas.
La expedición a aquellas regiones derivó en una ardua travesía por selvas, montañas y ríos hasta los territorios colorados habitados por los guaraníes. En los años pasados, Ureña no pudo olvidar el canto de los pájaros, la espesura de la selva, los árboles coloridos, el sonido de las aguas del Paraná que, mezclado con el canturreo de las indiecitas, daban al lugar un aspecto comparable únicamente con el paraíso.
Pero sobre todo no perdió la memoria de aquel edén de magníficas riquezas que emanaban de una cultura de la cual se había aprovechado. Aunque luego de la frustración en el Cuzco, debía planear a la perfección una estrategia para lograr su propósito, ya que en este viaje no se desempeñaba como centinela de cientos de hombres, sino como conductor de dos decenas de marinos que lo apoyaban en su afán de enriquecerse, a cambio de alguna tajada.
Así fue que decidió permanecer a orillas del Paraná, entablando amistad con los indígenas, sobornándolos con objetos procedentes del Viejo Mundo, llamativos pero totalmente carentes de valor.
Sus primeros días transcurrieron en medio de tranquilidad y sin sorpresas, pero al cabo de una semana la fiebre volvió a instalarse en su cuerpo. Entre sudor y divagaciones, recostado dentro de una especie de choza de troncos y hojas, sus acompañantes trataban de esmerarse para bajarle la temperatura corporal. Pero en cuanto aparecieron en su rostro y espalda un sinfín de manchas amarillentas, tomaron distancia por miedo al contagio, dejándolo postrado a la buena de Dios.
Pero los aborígenes guaraníes no permitieron que algo malo le sucediera a su hábil nuevo amigo. Buscaron sus plantas medicinales y prepararon pociones para curarlo. Tan inteligente era el hombre blanco que ni siquiera sabía qué estaba padeciendo. Tan ignorante el indígena, que conocía la enfermedad e incluso cómo sanarlo.
Ureña se repuso en pocas horas. La fiebre desapareció, al igual que las manchas. Cuando se sintió en excelentes condiciones pensó que lo mejor sería empezar a llenar sus arcas cuanto antes y partir rumbo al Viejo Mundo. Temía enfermar nuevamente y no poder volver a la “civilización”.
Sin violencia física esta vez, pero con engaños, inició el saqueo en tierras guaraníes. Sentía que todo estaba saliendo mucho más fácil de lo que esperaba. Ahogado de felicidad caminó hasta las orillas del río Paraná y a la sombra de un árbol se acostó a descansar. No pudo cerrar los ojos ante la maravillosa visión de aquella copa verde con flores rojas que, desde el suelo y con un marco de cielo azul límpido, resplandecía ante sus pupilas.
–¡Centinela! –exclamó una voz de mujer.
Ureña no veía a nadie cerca. Movió su cabeza hacia los costados, tratando de dilucidar de dónde provenía tan hermoso acento.
–¿Sabes, centinela? En el sitio en que me hallo aprendí tu lengua española; ahora podemos entendernos.
El marino buscaba a la dueña de aquella voz dulce, pero no acertaba a dar con ella, y solamente podía mover su cabeza, pues de repente su cuerpo se inmovilizó. Ni los brazos ni las piernas respondían a las órdenes de su cerebro.
–¿Me buscas, centinela? Mira justo enfrente de ti, allí me hallarás. ¿No has olvidado mi voz, verdad? ¿Cómo puedes haberla olvidado, si he gritado tanto pidiendo auxilio? ¿Realmente no sabes quién soy?
Ureña comenzaba a sentir temor, y a medida que los segundos avanzaban su rostro y todo el cuerpo se empapaban en un sudor hediondo, el olor nauseabundo de su alma corrupta, de sus entrañas podridas. Creyó estar soñando; creyó delirar nuevamente:
–¿Estoy alucinando?
–No, pobre centinela, no lo estás.
–¿Quién eres? ¿Quién demonios eres? –gritó estupefacto.
–Tal vez… la voz de tu conciencia. O la voz de todos mis hermanos que tú y los tuyos creyeron callar para siempre. ¿Realmente no me reconoces? ¿Es que ya no recuerdas mis gritos de socorro mientras abusabas de mí? ¿Acaso has olvidado que me violaste y no conforme con eso me perseguiste para herirme y quemarme viva?
Ureña recordó perfectamente todo, incluso aquella transformación de la que había sido testigo. Y la dulce voz prosiguió diciendo:
–¿Demonios? No. Donde habito no existen los demonios. Pero, ¿hacia dónde te diriges tú?
Ureña pareció despertar de la más cruel de las pesadillas cuando, sus ojos desorbitados percibieron una metamorfosis aún más extraña que la presenciada años atrás.
–¡Anahí! –gritó–. ¡Anahí! ¡Anahí!
En ese instante el tronco de aquel ceibo a cuya sombra se encontraba comenzó a tomar forma humana, y la figura de la indiecita fea lo miraba y se reía, mientras del árbol saltaban pétalos rojos que caían sobre Ureña como chispas, una tras otra.
–¿Ya has recordado cuando me tomaste prisionera? ¿No has olvidado cómo ultrajaste mi cuerpo? ¿No has olvidado los latidos desesperados de mi corazón cuando escapé del cautiverio e hiciste un hoyo en mi espalda con tu puñal? ¿Recuerdas todo, verdad? ¿Has visto en qué cosa bella me he convertido? ¿Has visto cómo la sangre pura de la inocencia se convierte en flor? Ya verás en qué se convierte la sangre de los asesinos en las tinieblas del averno.
–¡No, Anahí! ¡Por piedad!
–No hay perdón, centinela, ya no lastimarás a mi pueblo. Tú y tus cómplices nunca regresarán a su mundo, pero tampoco permanecerán aquí. Asistirán todos al viaje más cálido que jamás hayan imaginado.
En ese momento una ráfaga de viento comenzó a avivar las chispas que caían sobre el cuerpo de Ureña, convirtiéndose en llamas infernales que lo envolvieron hasta incinerarlo completamente.
Como por obra de un hechizo, estando toda la selva en pleno día soleado se desató una lluvia que bañó el lugar, como si calmara la sed de Anahí.
Con su dulce voz, la indiecita volvió a mimetizarse con el tronco, y las chispas volvieron a transformarse en atractivas flores color rubí que iluminan y custodian las tierras del Paraná.

Por: Zulema Aimar Caballero

zulebm@hotmail.com

2 comentarios:

  1. Elvio Bautista escribió:
    La dulzura de la leyenda es innegable. ¿La leyenda fue realidad o la realidad de la leyenda se transmitió con ternura para mostrarnos cómo la maldad y la bajeza, sin que pensemos en castigo, se pueden convertir en bondad y entrega para defender la condición humana? ¿No es maravilloso cómo está descripto? Elvio.

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