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22 jun 2010

La botella

La primera cita con el hombre a quien estaba apostando mis fichas sufrió una serie de traspiés. Llegué al restaurante a las nueve en punto de la noche.
Era ése el horario para nuestro encuentro. Entré sola, con el taco aguja de once centímetros sobre los cuales mis pies debían hacer equilibrio intentando mantenerme erguida, mientras rezaba para que él no se diera cuenta del esfuerzo que estaba haciendo para no tambalearme.
Pregunté por la mesa del señor Montes y me llevaron hasta ella. Cubierta con un mantel ocre, reposaba sobre él la vajilla prolijamente dispuesta, con un delicado centro de mesa consistente en una enorme copa de cristal con agua en donde flotaba una rosa roja resplandeciente que parecía haberse salvado de un naufragio.
Aquello estaba listo para nosotros, aunque todo indicaba que “nosotros” era solamente yo. Producto seguramente de la muy conocida “puntualidad latina” –a la que no adhiero y no precisamente porque me haya educado en renombradas instituciones inglesas–, “mi cita” no había llegado.
Para quienes no lo sepan, la puntualidad latina es la forma irónica en que los anglosajones se refieren a la informalidad con que los latinos manejamos nuestros horarios, a través de lo cual también demostramos muchas veces el poco respeto que les concedemos a nuestros compromisos.
El maître acomodó mi silla y comentó que el señor Montes había telefoneado para hacerme saber que demoraría unos minutos en llegar.
Si su primer error fue no presentarse puntualmente y estar esperándome, como creo que corresponde a un caballero, el segundo fue justamente telefonear al restaurante. Puesto que si no llamó a mi casa o a mi celular, era porque no podía hablar conmigo, y si no podía hacerlo seguramente estaba delante de otra persona que no debía enterarse de la cita.
Los minutos pasaban, y junto con ellos pasaron dos piscos. Mientras los bebía sorbo a sorbo, pensaba qué hacía allí, cuánto más tendría que esperar y que en cualquier momento me pararía y saldría del restaurante por la misma puerta por la que había ingresado. Estaba segura de que me veía ridícula. Tal vez el resto del mundo en ese local estaba inmerso en sus propias vidas, pero yo sentía que sus miradas penetrantes se posaban en mi persona y cada tanto levantaba la vista, movía la cabeza para un lado y para otro, tocaba mis rizos recordando las tres horas que había perdido en la peluquería y lanzaba miradas al techo, como si desde allí un ser superior y misericordioso me fuera a hacer desaparecer de la faz de la tierra.
Todo eso sin contar las veces que abrí mi cartera para sacar la polvera y retocarme un poco la nariz, no sin ver reflejados en el espejito algunos rostros que me observaban como si se tratara de la última despreciada mujer del mundo.
Los minutos que demoró en llegar el señor Montes fueron unos cuantos. Apareció justo en el momento en que había tomado la dura decisión de irme. Una sonrisa, un beso y una disculpa lograron que olvidara el plantón de casi media hora al que había sido sometida. Pedimos el menú y comenzamos a conversar, mirándonos románticamente a los ojos.
Botella en mano, el camarero se aproximó a nuestra mesa, interrumpiendo el idilio que estábamos viviendo y sirvió en la copa un dedo de syrah cosecha 2006 que Montes había solicitado, a fin de que lo catara y diera su aprobación.
Sorbió, pasó la bebida de un lado a otro de su boca como si estuviera haciendo con ella un enjuague bucal y dio su aceptación.
Detestable, absolutamente detestable. Mis femeninas hormonas invadieron mi cerebro y lograron alterarme. ¿Quién les dijo, quién les dio a los varones el poder de decidir que el vino que a ellos les agrada debe gustarnos también a nosotras? ¿Acaso somos figuritas, estamos pintadas a su lado? ¿Nos creen subnormales sin capacidad para decidir ni siquiera lo que vamos a llevarnos a la boca?
Con la intención de dejar aclarados algunos puntos, creo que fui bastante nítida en mi proceder. Tomé del brazo al camarero y le dije: “¿Le gusta a usted también el vino que acaba de servir? Porque si es así, puede quedarse a cenar con el señor. A mí me trae, por favor, un varietal malbec cosecha tardía de 2002, con al menos 80% de la misma uva, puesto que no me satisface el fuerte aroma a especias y cueros del syrah”.
El rostro sorprendido del muchacho se tornó más pálido que su vestimenta, y Montes casi escupe la última porción del buche. Sin ánimo de disimular mi aversión por las actitudes machistas, carraspeé delicadamente y esperé ser servida. Aquello se había transformado en un espectáculo digno de admirar por el resto del restaurante. Estábamos al descubierto y ante la vista expectante de elegantes señores con sus respectivas sumisas señoras o señoritas que anhelaban conocer el resto de la historia.
Regresó el camarero y, con gesto amable, acercó la nueva botella. “No la descorche”, dije, y con una tranquilidad propia de quien siente la seguridad de estar triunfando, me puse de pie, así con fuerza el malbec, sonreí burlonamente, dije buenas noches y salí caminando, dejando a mi cita con la boca abierta, la cabeza gacha y sin voluntad de darse vuelta para ver si me tambaleaba sobre los once centímetros de mis zapatos de taco aguja.
¿Si volveré a encontrarme con él? Tal vez suceda, puesto que está al corriente de lo que detesto, pero querrá saber qué es lo que me gusta.

Por: Zulema Aimar Caballero

2 comentarios:

  1. Emiliana Capdevila escribió:
    ¡¡¡Muy buenísimo!!! En verdad que los hombres son machistas hasta en sus citas!!!!!
    ¿Cuándo continuará la historia? Muy bueno.

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  2. Mariano Praga escribió:
    Yo te permitiría elegir el vino, el restaurante, la cena
    marianopraga@hotmail.com

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