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22 jun 2010

El Ñato de Siete Palmas

Otra vez afuera. Uno de los flagelos de la sociedad. Primero porque es menor, así que entra por una puerta y sale por la otra; después porque las pruebas no son suficientes, entonces sale por falta de mérito; más tarde se fuga por causa de la ineptitud de quienes lo custodian.
La última vez que el Ñato cayó preso fue gracias a la astucia y valentía de don Lorenzo, el carnicero del pueblo. Después de atender a su última clienta, bajó la cortina y estuvo alrededor de una hora limpiando el local a fin de dejarlo impecable para el día siguiente.
La radio estaba encendida. Le encantan los boleros y a esa hora pasaban unos cuantos en la estación local. Con el volumen bastante alto, don Lorenzo sólo tenía oídos para la música.
Durante todo el día no se había hablado de otro tema. Todos los clientes comentaban acerca del veredicto final que dejó en libertad al Ñato. El vecindario entero anhelaba verlo colgado en la plaza –pena que las autoridades habían prometido en caso de encontrarlo culpable.
Al terminar el aseo, el carnicero apagó las luces y salió por la puerta de atrás, que comunicaba con el fondo de su casa. Ya en el patio se dio cuenta de que la radio había quedado encendida, así que volvió sobre sus pasos hasta el local. Al entrar vio un cuchillo en el piso. Apagó la radio y salió del lugar corriendo a buscar ayuda. No podía ser sino el Ñato que, recién salido de la prisión, volvía a hacer de las suyas.
La policía llegó rápidamente. Registraron todo el local y la vivienda anexa. Julia, la esposa de don Lorenzo, estaba pálida del susto y comentó que había visto una sombra cerca de la ventana, con lo cual concluyeron que el delincuente había escapado de nuevo.
Esa noche, después de que los oficiales se fueron, el carnicero cenó con su mujer, quien alrededor de las once sintió sueño y fue a su habitación. Pero él no la acompañó, porque intuía que el cretino volvería para llevarse lo que no había podido.
Hasta la madrugada hizo guardia sentado en una silla con su vieja escopeta en la mano. Ya el sueño lo vencía cuando escuchó ruidos en el pequeño porche de la entrada. Sigilosamente y siempre apuntando con la escopeta se asomó, pero no había nadie. Salió hasta la vereda, pero no vio nada en toda la cuadra, excepto las luces de algunas casas vecinas que se encendían.
Don Lorenzo pensó que pronto sería hora de abrir su negocio y no había descansado. Al entrar nuevamente, observó que la cortina de la ventana de la cocina se movía, y la bolsa con la recaudación del día –billetes y monedas ganados con el sudor de su frente y que había dejado sobre la mesa– ya no estaba ahí.
Gritando desesperadamente echó a correr como un desaforado, cargando su arma. Saltó la cerca del frente y llegó a la esquina, donde vio alejarse la silueta del Ñato y su bolsa bamboleándose a toda velocidad.
De pronto el forajido frenó, se dio vuelta y con el aire altivo de quien gana una nueva batalla miró al carnicero, quien para sus adentros juró que no huiría. Levantó la escopeta, apuntó y disparó. Le dio en el trasero. El Ñato gritó, se tambaleó y logró perderse en la bocacalle; él, junto con su botín.
Por más que don Lorenzo siguió sus pasos mientras revisaba con atención si la bolsa había caído por alguna parte, nada encontró, salvo unas cuantas gotas de sangre.
Con el escándalo de los disparos y las corridas, los vecinos dieron aviso a la comisaría, y la patrulla salió a rondar por la zona. Ya cuando don Lorenzo estaba abriendo la carnicería, un oficial de policía llegó para informarle que el Ñato se encontraba detenido. Lo habían encontrado en un callejón, con una profunda herida en la nalga y la bolsa robada. El ladrón permanecería incomunicado hasta que estuviera repuesto de su herida. Luego de entregarle la bolsa con el dinero, el oficial se despidió y el carnicero se dispuso a trabajar.
El espíritu vengativo del Ñato era archiconocido en el pueblo y don Lorenzo debió soportar todo el día las advertencias y consejos, no sólo de su esposa sino de toda la clientela que entró a comprar o a enterarse de las novedades y compadecerse de la pobre víctima. Todos le recordaban que no debía fiarse de la detención, ya que si esta vez como las anteriores la justicia no encontraba pruebas fehacientes que probaran la culpabilidad del bandido, lo absolverían declarándolo inocente.
Don Lorenzo intentaba mostrarse optimista, y pensar que en esta ocasión no se saldría con la suya. A diario caminaba desde su casa hasta la comisaría para averiguar si aún se encontraba convaleciente e incomunicado. El comisario lo tranquilizaba, afirmando que en cuanto el Ñato se repusiera le avisarían e iniciarían el proceso. Y don Lorenzo regresaba caminando a su casa sin pena ni gloria, pensando en la desgracia de su pueblo cargando con semejante maleante a cuestas.
El departamento de Pilcomayo contenía algunas localidades que se encontraban en lento crecimiento, como la ciudad de Clorinda. Pero Siete Palmas no era el caso. Siete Palmas continuaba siendo un pequeño pueblo en donde todos sus habitantes se conocían casi como si fueran familia.
Una carnicería –la de don Lorenzo–, una verdulería y frutería, una pequeña despensa en la que se podía comprar pan fresco y leche traída directamente de los tambos y el gran almacén, surtido con comestibles enlatados y vinos, y en el cual además se conseguía desde un alfiler hasta algún repuesto para automóviles constituían la franja comercial de la pintoresca localidad formoseña.
Esto no era porque Siete Palmas se hubiera quedado estancado en la Historia, sino porque la población era poca y tan solidaria que si alguien viajaba a la ciudad entre todos procuraban hacer correr la noticia, a fin de que quien necesitara algo pudiera encargarlo.
Para nada se habían quedado en el tiempo, viviendo en la Edad de Piedra, como cierta vez dijo socarronamente un peregrino de la ciudad de Formosa con ánimo de ofender a los pueblerinos. Es que realmente vivían en una tranquilidad absoluta, no necesitaban más de lo que poseían y no estaba en sus planes la construcción de grandes edificios o carreteras. Todo el pueblo era feliz así. No anhelaban que algún “abombado” –como ellos solían decirles a los metidos de la gran ciudad– fuera a tratar de convencerlos en nombre del progreso. Además ya habían visto cómo en pueblos vecinos algunas empresas constructoras les habían chupado la sangre con excusas progresistas, quedándose con buenos lotes comprados por nada y levantando edificios que quitaban a esos lugares todo el encanto que estaban conservando a lo largo de los años.
En Siete Palmas nadie quería saber nada de eso. Todos estaban felices y muy tranquilos, hasta que un día comenzaron los saqueos. Prácticamente de la noche a la mañana el pueblo conoció la angustia de la inseguridad. La incertidumbre, el nerviosismo y el temor se instalaron en cada uno de sus habitantes. Parecía que a todos les llegaría el turno, porque cada mañana se sabía de una nueva víctima.
Un delincuente, adicto a las pertenencias ajenas, un ladrón miserable llegó para entorpecer la paz. Dinero, ropa, comida, juguetes… ¡ni los niños se salvaban!
La gente empezó a desconfiar y, como primera medida, muchos levantaron cercas más altas, otros enrejaron el perímetro de su vivienda, algunos colocaron espejos en las ventanas, a fin de observar quién pasaba por la vereda.
Durante casi dos años los vecinos vivieron esperando ser robados. Muchos lo fueron varias veces, y era imposible detener al malviviente. Pero un día –un día que se recordará siempre en el pueblo– la justicia lo atrapó con las manos en la masa. En el momento en que salía del gran almacén, cargado de mercadería como para abrir una sucursal, el Ñato debió rendirse ante el oficial Belindo Gutiérrez, que lo capturó y llevó detenido.
Para alegría de los pobladores, el Ñato no pertenecía a Siete Palmas. Era oriundo de la provincia de Tucumán –dato que alguien proporcionó y nadie puso en duda– y se había alejado de su tierra en busca de aventuras hacía casi tres años. Nunca pudo darse con el paradero de su familia y, puesto que era menor de edad y ateniéndose al reglamento del “Centro de protección al individuo menor”, la justicia ordenó dejarlo en libertad.
Esa fue la primera de tantas veces que el Ñato entró a la comisaría con la cabeza gacha y salió de ella triunfante. A partir de ese día, otros arrestos tuvieron lugar siendo aún menor.
El pueblo soportó mucho tiempo hasta que el forajido fue mayor de edad. Pero desde entonces comenzó a transitar un nuevo calvario, ya que el Ñato hacía su trabajo tan impecablemente que nunca se encontraban pruebas para condenarlo.
Esto ocurrió hasta aquella noche en que don Lorenzo le disparó. Esta vez la justicia tenía al criminal y todas las pruebas. Esta vez no se saldría con la suya, al menos era lo que casi todos creían.
Sin embargo, el Ñato demostró ser, además de todo, un profesional del escape. Cuando se curó la herida causada por el disparo de escopeta, huyó del calabozo tan prolijamente que hasta los más damnificados reconocían que su habilidad era digna de aplaudir.
Otra vez volvió el estado de alerta al pueblo que, harto de tolerar lo realmente intolerable, decidió hacer justicia por mano propia. Los más audaces permanecían las noches en vela, armados para defenderse o atacar, tal como don Lorenzo lo había hecho. Otros se comprometían a dar la alarma cada vez que notaban algo sospechoso.
Llamó la atención que por más de dos semanas el Ñato no volvió a las andadas. Pero, si bien en ese lapso no hubo que lamentar daños, los sietepalmenses no recuperaron su vida calma, ya que vivían con el corazón en la boca aguardando un mal acontecimiento. Especialmente el carnicero, que esperaba una represalia.
Los delitos del Ñato y su fama como evasor de la justicia se conocieron en otros lugares. Localidades como Clorinda, Laguna Blanca, Tres Lagos hablaban del bandido, e inclusive los niños tejían historias o inventaban juegos de perseguidores y perseguidos, en los que el paladín tomaba el nombre del buscado ladrón.
Mientras esto ocurría en las afueras, Siete Palmas vigilaba sin respiro. Los días parecían más cortos y las noches eternas. No obstante los vecinos persistían en la tarea que habían emprendido. No bajaban los brazos, pues sabían que tarde o temprano el desgraciado iba a reincidir.
Y así ocurrió un 15 de noviembre a plena siesta. Alrededor de las dos de la tarde, cuando el sol rajaba la tierra y el pueblo entero descansaba luego del almuerzo, Verónica entró al local de su abuelo. Era una niñita de seis años, nieta de don Lorenzo. Todos los días mientras los mayores dormían la siesta, ella tenía permiso para jugar en la carnicería que –a decir verdad– era el lugar más fresco de la casa. Su abuelo dejaba abierta la puerta del fondo que comunicaba con la vivienda, y ella pasaba un buen rato jugando a la vendedora.
En silencio absoluto la tarde, lo único que se escuchaba era el suave parloteo de Verónica que, como si hablara con alguien, se preguntaba y respondía solita, imaginando que era cliente y vendedora a la vez.
Sigilosamente, por el tragaluz del techo se deslizó la extraña figura del peligro. Antes de que pudiera tocar algo del local, la niña gritó con todas sus fuerzas y, apuntándole con una pistola, el malhechor vio aparecer a don Lorenzo. Para sorpresa de éste, no se trataba del Ñato, sino de otro ladrón que quiso sacar ventaja de la situación que se vivía en el pueblo por su causa. Era muy fácil robar, ya que mientras no lo vieran, el único sospechoso sería el famoso Ñato.
Pero la sorpresa no terminó allí. En el mismo instante en que el carnicero era obligado a arrojar su arma, una ráfaga pesada se abalanzó contra el delincuente, quedando fuertemente prendido a su rostro con sus garras. La pistola cayó al suelo y don Lorenzo corrió a abrazar a su nieta. Buscó su escopeta y disparó al aire. El Ñato seguía encima del ladrón, que yacía en el suelo sin poder moverse.
Gracias al disparo, llegaron vecinos y policías. El malviviente fue llevado a la comisaría y el Ñato recibió los aplausos y agradecimiento de la población, que no dejaba de acariciarlo por haberle salvado la vida a Verónica.
El temible gato persa quedó acurrucado en un rincón, hasta que la niña fue a hablarle. Se notaba que tenían una relación muy amistosa. Tras las preguntas de su abuelo, Verónica contó que hacía mucho tiempo que “Gatito” –como ella lo llamaba– era su mejor amigo, y que muchas veces conseguía objetos para jugar o algo para comer juntos.
Ese 15 de noviembre los vecinos nombraron al Ñato “Protector de los niños”, y encomendaron a un artista la realización de una escultura que fue plantada en medio de la plaza. Ese 15 de noviembre don Lorenzo comprendió que aquél que había sido su gran enemigo, era un fiel amigo y guardián de la comunidad. Permitió que se quedara en su casa, adoptándolo como mascota. Desde ese día el gato persa dejó de robar, pues podía conseguir lo que quisiera con una mirada tierna o rozando su cuerpo velludo en las piernas de quienes tiempo atrás habrían sido sus víctimas. Desde ese día la tranquilidad volvió a reinar en Siete Palmas.


Por: Zulema Aimar Caballero

5 comentarios:

  1. alicia marí escribió:
    que bueno que el final fue feliz!!!!!!!!!!!!!!111 porque con tantas palidas que vivimos dia a dia por lo menos alimenta la esperanza. un beso y segui escribiendo.

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  2. Este comentario ha sido eliminado por un administrador del blog.

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  3. Juan Carlos escribió:
    Muy buen cuento.
    juancdimagio@hotmail.com

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Comentarios: